El vapor de la taza de té se coló por mis fosas nasales, provocándome un leve cosquilleo en el interior. Llevaba alrededor de diez minutos esperando a que se enfriara porque la señora de la cafetería me lo sirvió hirviendo.
Miré por la ventana hacia la calle principal del hotel, y me concentré en la forma en la que los copos de nieve se estampaban contra los cristales. Nunca me había esperado al volar a Rumania que estuviera nevando. Tomo la taza con tan solo tres dedos, llevándome a los labios y me bebo un largo y ardiente trago. Siento picazón en la garganta, por cada centímetro que recorre de mis entrañas el líquido oscuro.
Mirando fijamente a la nada, a la silla delante de mí que se encontraría vacía de no ser por mi mochila, me estiro hacia ella y saco la novela que me traje para poder entretenerme durante el tiempo que pienso estar aquí. Se trata nada más y nada menos de La Sociedad Literaria y del Pastel de Piel de Patata de Annie Barrows y Mary Ann Shaffer, una historia que se basa en el Londres emergiendo de las sombras después de la Segunda Guerra Mundial en enero de 1946. Lo abro justamente en donde me he quedado, para mi suerte el separador que le había puesto (un ramo pequeño de flor de ciruelo seca) se ha quedado ahí a pesar del trasteo.
Me acomodo en mi asiento, recargando la espalda al respaldo de la silla, cruzo una pierna sobre la otra y entonces me desconecto del mundo real, sumergiéndome entre las páginas de una historia que, por más veces que lea, jamás dejará de ser de mis favoritas. Y más por una de sus magníficas citas: “Eso es lo que me encanta de la literatura; en un libro encuentras un detalle diminuto que te interesa y ese detalle te lleva a otro libro y algo en ese te lleva a un tercer libro. Es matemáticamente progresivo, sin final a la vista y sin ninguna otra razón que no sea por puro placer.”.
Me relamo los labios y doy un respingo cuando un algo se posa sobre mi hombro.
—¡Mierda! —Grita una voz femenina a mi espalda—. Me has dado un susto tremendo.
Me giro sobre mi propio lugar para comprobar quién es y qué quiere. Cuando mis ojos se encuentran con sus dos gotas de agua mirándome, le sonrío. Me tomo unos leves segundos para mirar sus facciones: cabello negro, oscuro a más no poder; ojos azules, piel blanca y labios delgados. Trago saliva, sintiéndome un tanto incomodo por su mirada constante.
—Me llamo Anca —dice y me regala una linda sonrisa.
Extiende su mano hacia mí, y la miro unos segundos. Después la estrecho, regalándole una sonrisa de la misma forma que ella a mí y digo:
—Mucho gusto, yo soy Leonardo —alza ambas cejas y parpadea varias veces seguidas. A continuación, suelta mi mano y señala la silla frente a la mía, quito mi mochila y le dejo el espacio libre.
—Así que Leonardo —habla, pronunciando de una forma curiosa la o y la erre. Posa ambos codos sobre la mesa y se suspira—. Lindo nombre, ¿qué haces aquí?
¿Cómo explicarle a un completo extraño que vengo huyendo de la presión que tus propios padres ejercen sobre ti mismo en tu propia casa en donde pensabas que todo sería apoyo y amor? ¿Cómo explicarle que sientes que no encajas en todo lugar, como si fuera una realidad invertida? Además, ¿no se la viven los adultos diciéndonos desde que somos pequeños que no hablemos con desconocidos? Miro un poco inseguro a Anca, y aprieto la mandíbula.
Total, pienso, si ya se lo conté a una anciana, ¿por qué a una rumana no tan rumana no? Así que trago saliva, me relajo, guardo la flor de ciruelo dentro del libro y lo dejo sobre mis muslos mientras me inclino hacia enfrente para posar ambos brazos sobre la mesa.
—Despejarme —respondo al fin.
—Entiendo…
¿Lo entiende? ¿De verdad entiende lo que es estar presionado por tus padres para que seas quien quieren que seas? ¿De verdad entiende los comentarios homófobos que tengo que soportar por ser libre y yo mismo? No lo creo…
—Ah, ¿sí? —La reto, alzando una ceja.
Asiente varias veces con la cabeza, apretando los labios.
—Bueno, no tanto porque pues no sé a qué despeje te refieres, pero si se debe a la presión social desde luego que sí —se encoge de hombros—. Quizá no sea conveniente contarte —con un movimiento rápido, logra echarse el cabello por detrás de sus hombros—, pero de donde soy se la viven presionándome para que sea administradora de la empresa familiar que tenemos, pero mi sueño es ser concertista. Toco el violín —me informa y alzo ambas cejas, sorprendido.
—¿De verdad?
—Sí. Desde pequeña ha sido mi pasatiempo favorito. Creo que la música es una buena forma de alimentar el alma, ¿tú no?
Me encojo de hombros, indiferente.
—¿A qué te dedicas?
—Estudio.
—Genial.
Asiento haciendo pequeños movimientos de cabeza apenas perceptibles. Nos quedamos en silencio unos segundos, pero después rompe el silencio.
—He viajado con una de mis mejores amigas —me informa mirándose la pintura de las uñas—. Y hoy nos vamos a ir a conocer uno de los lugares que el folleto para turistas anuncia. ¿Quieres venir?
¿Debería de salir con un par de chicas desconocidas? ¿Y si no es más que una trampa para tomar confianza y así poder robarme el poco dinero que traigo y mis pertenencias? Durante unos largos minutos de silencio, pensándolo demasiado bien, me decanto por negar con la cabeza, tomando una opción que puede salvarme la vida.