Perreador

Capítulo 3

Mientras don Sixto, amante del chisme, se encuentra barriendo la banqueta de su casa, se estaciona un taxi afuera de la tienda de Socorro y José Gabriel, que por fuera tiene un rótulo que mienta «LOS DOS PEPES». El sol es bravo, un día cualquiera de canícula, a pesar de eso, Sixto acostumbra barrer la banqueta al medio día, el muy cabrón, aprovecha la ausencia de los vecinos y transeúntes, que se ocultan en sus casas hasta caer el sol infernal de Monterrey, así no usa recogedor, sólo avienta la basura y las hojas secas con desdén, junto con las semillas de su fresno, hacia el frente de la casa de su vecino adyacente, el que más gordo le cae.

Es el único en ver a la rubia que llega, el color del cabello de la chica, rubia platinada, casi blanco, aumenta su curiosidad y lo hace voltear, no despega su mirada, observa cuando la chica, desde el asiento de atrás, le da al taxista unos billetes, éste le devuelve el cambio y los dos salen del auto, el chofer saca de la cajuela una maleta roja, para unos veinticinco kilos de equipaje, de la que por fuerza tienes que documentar en los vuelos, y la pone en la banqueta. Ya habiéndose retirado el taxi, la chica oprime un botón y saca de la maleta el asa para poder rodarla, da tres pasos mientras la estira con su mano, vacila, se detiene insegura, toma una enorme bocanada de aire y exhala lentamente, su otra mano la pone sobre su frente, haciendo las veces de visera de gorra, para protegerse de los incandescentes rayos del sol, que la deslumbran y la hacen ver reflejos nebulosos por entre el armazón de sus gafas de sol marca Prada, que le hacen lucir como mosca, por lo pequeño de su rostro. Se toma un momento para voltear y ver con nostalgia a todos los lados de la calle, las casas, la enorme jacaranda que riega flores moradas cada verano y que el aire se encarga de regar por toda la cuadra. Observa lo mucho o lo poco que todo ha cambiado, lo que ya no está y lo que sigue igual, su mirada se cruza con la del viejo mal encarado que barre la banqueta, éste no parece reconocerla, pero la rubia sí lo reconoce a él.

¿Cómo reconocerla? Las chicas del barrio no se visten así, casi todas van en jeans baratos, una que otra en shorts cargos, otras en pantalones capris color beige, pero todas con sus camisetas de algodón hasta las costillas, que dejan asomar un vientre púber, plano sin necesidad de flexiones abdominales, y la moda del piercing en el ombligo, aunque en algo pasado de moda, en el barrio es una especie de amuleto para pescar novio, no le hace que duela un poco al agujerarse la panza, se aguantan el piquete del arete, con tal de verse sexis. El cabello, si a lo mucho, en una cola de caballo o una trenza sencilla, las más modernas se pintan luces de estaño. Sin embargo, la rubia luce diferente, sofisticada, con ropa fina, de temporada, como en el catálogo primavera - verano de Liverpool, parece salida de la revista Cosmopolitan, usa los colores de tendencia, lleva un vestido corto, a media pierna, de color verde menta, de encaje, con fondo en el mismo tono, ceñido de la cintura y caída con vuelo, de cuello redondo, sin mangas, que combina con lo pálido de su piel y el color blanquecino de su cabello, calza unos zapatos a juego, de ligera suela de corcho acabado imitación madera de arce, lleva pinta labios color durazno que le hace lucir descolorida, insípida, una vil güera desabrida, con cierto aire glacial, que se te antoja a una brisa de frescura al verla, igual que chupar una pastilla Halls, pero con los ojos, pareciera que en vez del taxi, se hubiera salido de una hielera, por momentos te hace olvidar los cuarenta y dos grados que convierten la calle en un inmenso comal, la única cosa que rompe con la armonía de sus colores pastel es su maleta en color rojo intenso.

Si la ves de lejos, parece una chiquilla, por su escuálida figura, de cerca se nota el peso de los años en su delgado rostro de facciones rígidas, sin mucha expresión, carece de la chispa de mexicanidad que los gringos gustan de ver en Puerto Vallarta, en ella crees estar viendo a una fría chica del norte de Europa, sombría al grado de no llevar collar siquiera, ni pulsera, ni reloj, ningún accesorio, sólo su lúgubre mirada que se lee en lo apretado de sus labios, a pesar de ocultarse detrás de las oscuras gafas de Prada, además de llevar consigo los nervios contenidos en otra profunda inhalación, que suelta justo antes de subir el único peldaño de la puerta.

Entra en la tienda de abarrotes y se pierde en el efecto de penumbra que se crea desde la acera de enfrente, donde el chismoso barre la banqueta, que sólo alcanza a ver que la rubia se quita las gafas al subir el escalón del umbral, y desaparece en el interior de la tienda, perdiéndose en la sombra cual efecto de magia. Muchas personas entran ahí, unos conocidos y otros no tanto, pero ninguno llega en taxi.

Adentro, una mujer de más de cincuenta años acomoda unas latas en un estante, voltea a la puerta, al advertir el sonido del sensor de movimiento que tiene instalado arriba del marco, se sorprende, se le caen de las manos dos latas de atún, la mujer no hace el más mínimo intento por levantarlas del suelo. A pesar de todos los cambios, de su sofisticado atuendo y arreglo de salón, la madre reconoce su rostro al instante, sus ojos verdes y su ceja rala, ahora pintada con un lápiz café. Con el rostro perplejo, derrochando estupor, pero con alegría a la vez, la mujer corre al encuentro de la rubia y la abraza con fuerza, dándole un efusivo apretón.

—No sabes cuánto te hemos extrañado tu padre y yo, cuando te fuiste, y no supimos nada de ti, marcamos a LOCATEL, nos dijeron que debíamos esperar setenta y dos horas más para ver si aparecías, a los dos días creímos que te habían matado por ahí, pero después la Lola me dio tu carta, cabrona, cómo no me la dio antes, le dije, «mija, yo con el alma en un hilo y tú con la carta escondida», me decía que le daba mucha pena, pero que tenía instrucciones tuyas, que me la debía dar dos días después que tú te hayas ido, ya que estuvieras muy lejos, y me dije, «bueno, al menos sé que está bien», y conociéndote, sé que te las sabes arreglar, siempre has sido muy independiente. De veras que, cómo me haces falta, yo aquí sola, aguantando a tu padre, cada vez más amargado, con decirte, ahora le ha dado por irse a jugar a las damas inglesas con el mustio de don Sixto, antes no se podían ver ni en pintura, por tantos años, ahora todas las noches está allá en su porche, seguro que ese viejo gruñón le pegó lo amargado, ya hasta habla igual que él, y toman cerveza juntos, de perdido se hubiera esperado a quedar viudo, pero con ese carácter, me va a matar de un coraje en uno de estos días, y se la voy a cumplir. Te quedas a comer, ¿verdad?




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