Bastaron tres minutos de agitada terapia, y quince centímetros de pene erecto adentro, para hacer que la chica explotara en el más desbordante orgasmo jamás tenido, provocando en ella un alarido de placer, seguido de un temblor que le eriza los cabellos y le recorre desde la punta de los dedos de los pies hasta su cara paralizada por el asombro, además de un cosquilleo que le hace estremecer toda la pared interior de su rosada vagina, que chorrea melaza por el escroto del incrédulo enano extasiado. Se necesitaron unos segundos más para que se le vuelvan a tornar azules los ojos de huevo, que segundos atrás parecían habérsele borrado por completo, pero sólo estaban volteados hacia arriba, amenazantes con quedarse así.
Chucho lo volvió a lograr, su monólogo del enano de Tolkien le ha dado a ganar otra medalla, y vaya medalla, una flamante mujer de belleza élfica que no entendió ni un comino de lo que él hablaba. Lo que realmente le valió tal victoria fue el sincero y sufrido testimonio de su perspectiva de la vida de un hombre pequeño en un mundo grande.
Segundos después, sin que la chica deje de vibrar y menear descontroladamente las nalgas, restregándolas en las satinadas sábanas, sin parar de gemir y exhalar, temiendo desfallecer en un infarto, Chucho explota adentro de ella, emitiendo un bramido bestial que en nada se te antoja a su pequeño tamaño, para después derrumbarse, dejando caer su cara entre las turgentes tetas, y terminar haciendo con sus labios, en un último suspiro, la lancha de motor.
Tras unos segundos inmutados, los dos recobran el sentido, aún sin poder creer la magnitud del orgasmo que simultáneamente han experimentado. Chucho observa el rostro de la chica, ligeramente escarchada de su frente, debido al sudor, lo que hace que él se pase su mano por el rostro y se dé cuenta que también está empapado de sudor. Con esa misma mano, se toca el pecho dos veces y dice:
—Jesús —repite tocándose de nuevo el pecho—, Jesús.
No hace falta ser tan listo o, mejor dicho, basta con ver alguna vez la película de Robinson Crusoe, o la de Tarzán, para entender que se trata de una especie de presentación.
—Dorota... —contesta la chica, con cuidado, silaba por silaba, para que Jesús se aprenda el nombre. Tocándose el pecho, también ella, en medio de sus senos que, en esa posición, desparramados y aplastados por la ley de la gravedad, no lucen tan grandes como lucían dentro de la ropa— Dorota.
—Mucho gusto, Dorota.
— Miło cię poznać, Jesus.[i]
Chucho se tiende de espaldas en la cama, aún con la respiración agitada, dejando que sus labios se muevan dibujando, sin emitir sonido alguno, las letras que conforman el nombre de la chica, Dorota. Le parece un nombre muy bonito, tan atípico en la región como la belleza de la chica. Se le cierran los ojos mientras, en sueños, sigue repitiendo el nombre de Dorota. Se toca el pene y recoge con sus dedos un poco de humedad vaginal que todavía lleva embarrada, deslizando dos dedos desde el escroto, por todo el prepucio, hasta llegar a la punta del glande, al ojo ciego. Se lleva los dedos a la nariz, inhala una enorme bocanada de aire que se trae consigo el aroma caliente de la secreción, y repite de nuevo, «Dorota». «El olor de las rasuradas es más suave, más rico», piensa, «aunque nada se compara con mirar una esponjosa maraña, y sentir en la cara todo el estropajo». En delante, cada vez que Chucho sienta un aroma que se le asemeja, ya sea camarón seco, bacalao, atún o mojarra, repetirá sin pensar, «Dorota». Es una especie de botón que recién le ha sido implantado en el cerebro, que se le activará de vez en cuando, sin advertirlo, por el resto de sus días.
Justo cuando ya se comenzaba a quedar dormido, el sonido estridente de una alarma hace que Chucho abra los ojos. La chica salta, olfatea. Por debajo de la puerta se comienza a colar una cortina de humo. Chucho corre a la puerta, hay demasiado humo en la sala y el comedor, es poca la visibilidad y la alarma de detección de incendios no deja de sonar. El sofá donde estuvieron por última vez en la sala está envuelto en llamas, las cuales se levantan hasta el techo.
—Rápido, Dorota, hay que traer agua.
La chica, sin entender lo que Chucho le grita, acierta en lo que supone que hay que hacer y acude a donde dejó la cubeta de agua con la que limpió la sangre del suelo, regresa corriendo y la vacía sobre el sofá, el fuego no parece mitigarse en lo más mínimo, la cubeta tenía muy poca agua. La chica va otra vez a la lavandería y esta vez llena la cubeta a más de tres cuartos. Mientras, Chucho trata de lanzar el edredón de la cama de Nico sobre el fuego, pero lo pequeño de sus brazos le impiden que lo extienda sobre el sofá, el resultado termina siendo peor, al no cubrir las llamas, éstas se extienden a lo largo de la tela del edredón, expandiendo el fuego.
—¡Hay que apagar el fuego, Dorota!
—Gaś ten ogień, Jesus, masz tutaj wodę.[ii]
Alguien golpea la puerta con fuerza, una y otra vez. Chucho corre a abrir, sin percatarse que está desnudo. Al abrir la puerta, se abre paso, el vecino del departamento de enfrente, entre el humo, lleva en la mano un extinguidor. Corre hasta donde están las llamas y hace salir el polvo blanco que al instante apaga el fuego. Desde la cocina llega Dorota cargando una cubeta con agua, aunque el fuego ya no está, de todos modos, vacía la cubeta sobre el sofá. El hombre del extinguidor en la mano se hace dos pasos para atrás evitando ser mojado.