Tenía doce años cuando supe lo que él hacía. Flyff era un juego muy bueno, las horas pasaban volando cuando me convertía en una Assist capaz de llevar su propia vida con los puños por delante. En esos tiempos, la tecnología era una suerte. Si tenía computador, era porque mis notas lo habían permitido y el gobierno, fingiendo que su preocupación somos nosotros, premiaba el esfuerzo (si es que puedes medirlo, ¿qué dice un trozo de papel con un siete dibujado en grande? ¿qué son fórmulas vomitadas en comparación con el tiempo de vida gastado? Puedo decir, con crudeza y vergüenza, que no merezco ni uno solo de los reconocimientos que he recibido. La suerte y memoria no son, sino una burla del mérito real). Mi padre, por otro lado, con su trabajo podía costearnos un par de gustos. El internet, la tele, su celular. No sé si deba agradecerle realmente nada, pero tampoco sé si deba recriminarle todo. Paloma, dijo que se llamaba. Doce años tenía yo. Con suerte podía explicar en qué consistía el trabajo de mi viejo (topógrafo era una palabra muy grande. Infiel, más grande aún). Hola, amor. Torpe de él, que se le quedó el celu en la casa. Torpe de mí, que contesté sin saber. Hola, amor. Doce. Tanto resentimiento y solo han pasado ocho años. El tiempo vuela cuando abres los ojos.
Un sony ericsson era todo un lujo para una familia de clase media de un pueblucho clase baja. El trabajo, todavía más codiciado. Debo decir, en su defensa, que siempre fui una niña más avispada de lo que debía. Calculadora, es quizá una palabra más adecuada. Cínica, podría ser. Contesté, apretando con dificultad el duro botón. Paloma, llamada entrante. Hola, mi amor. Los segundos pasaban. ¿Disculpe? Parece que no me disculpó ¿...? Doce años.
Nunca le dije a nadie. A la Jaz, pero no cuenta porque es parte de mí. Supongo que ahí comenzó todo. Un par de años más tarde le encontré un par de condones en una chaqueta. ¿Condones? ¿Por qué, pensé, si mi mai se ligó las trompas? ¿Entonces, qué...? Demasiado avispada. Me robé los condones y con unos amigos los inflamos en el colegio. No lloré con ellos. No lloré con nadie. (Eras mi héroe, solo podía pensar en ser como tú, en lo mucho que amaba al hombre machista y cariñoso que me crió. Decidí ignorar, a voluntad, que nunca me criaste, que mi viejita siempre se encargó de mi crianza y la de mis hermanas, trabajaste siempre lejos y cuando estabas, la cerveza y los amigos llaman más. Aún hoy. Aún mañana)
Hoy tengo veinte años. Nunca he sido capaz de confiar en nadie, teniendo siempre en mente que los felices por siempre no existen. Hola, mi amor. Ella siempre lo defendió. No la culpo, fue criada bajo abusos y dependencia emocional. Es parte de esa generación sufriente, vacía, sobreviviente. Esa generación de mujeres fuertes, que aguantan, que soporta, porque solo fueron criadas para eso, porque vieron a más mujeres que aguantan y soportan vivir así cada día para poder criarlas. Aguantan porque les lavaron el cerebro. Aguantan porque les dijeron que solo eso se merecen. Que son incubadoras, luego amas de cría y luego nanas. Y agujeros. Mi abuela vivió en carne propia los cuatro roles que le fueron asignados. Aún en su lecho de muerte, con mi abuelo llevando a su amante a refregársela en las narices, ella soportó. Los seres humanos somos animales sociales, animales de costumbres. Tendemos a imitar, al menos de forma inconsciente, lo que vemos reproducido en nuestro ambiente cercano. No era entonces sorprendente que mi madre viviera veintiún años bajo una relación tóxica (ni que yo las reproduzca). Nunca te amé, fue lo que él le dijo a mi madre. No quiero mentirte más.
Él siempre ha sido alcohólico. Por años ignoramos la profundidad del problema, aquí en Chile normalizamos a niveles extremos la dependencia de la población a las drogas, sobretodo al alcohol (no sorprende, analíticamente, que la generación x* sea tan asidua a los agentes externos. Ellos y ellas, que vivieron en vida la dictadura, el golpe militar, la lucha por el no y la posterior decepción. Inducidos como fueron al miedo y la desconfianza, el individualismo está tan anclado en nuestra sociedad que ya vemos normal que, si alguien rechaza el trago, el insulto va para él/ella y no para el/la insistente. Les arrancaron los sueños, las esperanzas. Les mintieron y vendieron un mundo en el que depositaron sus ideales, para que este les fuera arrancado de tajo en una dictablanda*. Luego, lucharon por el no, por una independencia que nunca fue suya, para ser engañados/as y vendidos/as al mejor postor. No es sorpresa, entonces, que hoy desconfíen hasta de su sombra. Chile es un país enfermo, hundido en la desconfianza y la depresión, que prefieren ignorar porque es gasto de plata). Luego, vino la 'crisis'. No tener pega en una familia de cinco es una carga enorme. Con esto, maldito capitalismo, vinieron las peleas. Los gritos. Las amenazas. Agradece que no te pego. Agradece que soy hombre y no maricón. Mi mai seguía como podía, sufriendo bajo el yugo patriarcal que no se podía sacar de encima, con la presión amarga de un marido infeliz y violento. No la culpo por no irse, hemos sido entrenadas para culpabilizarnos, para liberarlos a ellos, cabeza y sostén de la familia, de las culpas. No es violento, solo está nervioso. Nunca me haría nada, él me ama. Me ama. Me ama. Me ama. Me ama cuando me callo y le abro las piernas. Me ama cuando hay plata y vida asegurada. Me ama cuando le lavo las camisas. Solo grita a veces. Está nervioso. Veo el patriarcado en cada lágrima que ella derrama y es entonces cuando mis gritos se oyen más fuertes, cuando mi bandera se alza más alta, la rabia me inunda y me sobrepasa cuando, mendigo Dios en el que no creo, ella me dice, alienada, que él la ama. Eso no es amor, le digo hoy, llorando al oír sus sollozos, no es amor el que te humilla, el que te hiere, el que te maltrata. No es destacable que no te pegue, madre mía, no es destacable que se haga cargo de nosotras. Soportas una carga que te sobrepasa, no mereces ser solo madre, incubadora, nana y agujero, no con él, no con nadie. Te mereces completa, bendita seas, te mereces fiera, independiente, te mereces luchadora, te mereces húmeda y rebosante de pasión, te mereces despierta y, más que nunca, más que nada, te mereces libre. Las lágrimas caen por tus mejillas pecosas cuando me dices que quizá debiste abrirle más las piernas, aunque no querías, aunque no debías. Tal vez así sí se hubiera quedado conmigo. Nunca te amé, le dijo. Cuando la abracé, mi calor se volvió fogata y mis hombros, almohadones de plumas, fui su refugio, no como hija a madre, sino como mujer a mujer. Nunca sentí con tanta fuerza la sororidad como cuando abracé a mi madre sollozante por las infidelidades del hombre que se hacía llamar su marido. Priorícese, mamá. Priorízate, mujer. Tú eres siempre tu primera, tu segunda, tu tercera y tu cuarta. La culpa solo debe sentirse cuanto te fallas, no porque el machito te la cause.