Tenía la noción de que allí afuera, era de noche. Resguardado en la casa de mi bisabuela por parte materna, compartía una de las siete habitaciones con mi primo Alan. Conversábamos sobre un tema cuyo contenido no reconozco mientras veíamos la televisión inmersos en la oscuridad. Precisamente, observábamos el canal de las noticias.
- El virus finalmente ha llegado a nuestra provincia, está generando muchos estragos y decenas de muertos. Hasta el momento, no hay una cura. No salgan de sus casas, los militares van a deambular por todas las zonas – Decía un periodista con tono asustado. Atrás, en el fondo, se veía las calles destruidas y gente tirada en el suelo.
Según indicaba el reloj colgado en la pared, eran las una de la mañana cuando termino el programa. Alan se durmió luego de eso. A los minutos, escucho la puerta abrirse y el ruido de un montón de bolsas. Al salir al pasillo que conectaba todos los cuartos de la casa, veo a mi padre con ropa sucia y rota, había vuelto de trabajar. Él me indica que debo ir a comprar una gaseosa para que pueda cenar y me entrega algo de dinero. Salgo hacia las afueras en busca de un negocio que este abierto a estas horas. Caminando por la calle Mitre que atraviesa todo el centro, me quejaba internamente por el frío y la hora en la que me mandaba a comprar. A medida que avanzaba, noto que las calles están cada vez, menos iluminadas. Además, sin gente circulando. Esto me daba a pensar que el ejército ya había comenzado a encerrar a todos en sus casas.
Entre todas las tiendas cerradas y con las luces apagadas, un solo local con aspecto de gomería, yacía abierto y con una luz intensa desprendiendo desde el interior. Entre para ver si conseguía la gaseosa, pero, dentro de aquel local, se hallaba un pasillo enorme con más tiendas abiertas. Cada una de ellas, vendía accesorios y repuestos para vehículos, desde lo más pequeño como bicis, hasta para camiones. Luego de avanzar varios metros, salgo de aquel pasillo porque no tenían lo que necesitaba.
El camino se volvía tortuoso, las calles agrietadas, postes de luz por los suelos, y en algunos rincones oscuros, aparece gente tirada en el piso. Algunos llorando, otros desmayados por el virus. Al frente de mí, veo un cubo de mallas de acero que contenía a la gente de la ciudad. A su alrededor, militares custodiaban que ninguno escapara. Supe que no debía continuar ese camino, y pegué media vuelta para retornar a la casa de mi bisabuela. Mientras caminaba a la vuelta, un militar se me cruza en el camino y me toma del brazo.
- Joven, ¿Qué hace a estas horas por la calle? – Preguntó el milico.
- Vine a comprar una gaseosa para mi padre, nada más. – Respondí asustado, intentando ser lo precios y honesto.
- ¿Cuantos años tienes?
- Yo tengo diecisiete.
- No le creo, usted vendrá conmigo a la comisaría. – Agarro mis muñecas y colocó unas esposas.
El militar me trasladó a la plaza central, otro punto de confinamiento donde encerraban a todo aquel que deambulaba sin un permiso. Entre la multitud, veo a una tía y a mi madrina, ambas con el rostro sucio y serio. Intenté ir con ellas, pero el amontonamiento de personas no permitía el avance. La gente se quejaba y protestaba contra esta injusticia, pero, una voz grave que sonaba en unos parlantes explicaba la situación.
- Escuchen, ya que estas prisiones son muy pequeñas para todos ustedes. Serán enviados a la capital para ser purificados de este virus. Ahora mismo, son la basura de lo que queda de la humanidad. Mantengan la calma mientras son rescatados. Les permitiremos ser escoltados a sus hogares ahora por un momento, para que recojan algo de ropa y sus documentos.
Al terminar el comunicado, un guardia asistió a cada una de las personas atrapadas, incluyéndome. Fui escoltado hasta la casa de mi bisabuela, donde entre sigilosamente para no alertar a mi familia. Al pasar por los cuartos, en la cocina yacía mi padre dormido en la silla ya tras haber cenado. Luego, fui a la habitación que compartía con mi primo y saqué los documentos, algo de ropa y dinero. A pesar de no hacer ruido, Alan se despertó.
- ¿Dónde te vas? – Preguntó medio dormido.
- Lo siento, he sido atrapado por los militares. – Respondí.
- ¿A qué te refieres?
- Cuídate, cuando amanezca y todos estén despiertos, comunícales la situación y no permitas que salgan a las calles. – Dije, sabiendo que no sabía realmente que sucedería en el futuro.
Al salir, me subieron a un autobús de dos pisos bastante viejo de color amarillo opaco. En el viaje dormite, por lo cual, cuando desperté, estábamos varados en la nueva prisión del estado. Allí, recordé que mi abuela vivía cerca de la capital, e instantáneamente, solicité su ayuda para que me sacara de ese lugar. Al cabo de unas horas, ella llegó y logró sacarme, para terminar al fin, en su casa.
En el trayecto a su hogar, comenté sobre lo acontecido y el caótico escenario. En la capital no había diferencias, en la mayor parte de las calles, se contemplaba gente en el suelo ya muerta, y algunos, en el punto final de la enfermedad, escupiendo sangre, con la piel morada y heridas en la piel.
Ya en la casa, en el primer piso, me instale en el balcón a observar la calle por un momento. En medio de la vereda de enfrente, una chica de pelo castaño y de baja estatura, estaba tirada con muchas lesiones en sus brazos y la piel pegada en los huesos, dando indicio de su grado de desnutrición. Al ver esa escena, bajé por las escaleras con un plato de comida para ayudarle.
Editado: 25.11.2024