Pesar Colectivo

Pesar Colectivo

 

En un viaje en colectivo, Juan Ignacio lloraba y pataleaba al compás en que predicaba a puro pulmón que lo soltasen. Apenas tenía entre tres y cuatro años, sus berrinches eran balbuceos no muy claros. La gente a su alrededor estaba molesta, sus escándalo les provocaba una jaqueca difícil de tragar luego de un día arduo de trabajo y estudio, el niño no guardaba silencio.

    Lo que no sabían los pasajeros de aquel bendito colectivo era que a Juan Ignacio lo habían secuestrado, y que la mujer consigo no era su madre, sino su secuestrador. ¿Qué culpa tenían los pasajeros? Después de todo era uno más de tantos otros berrinches presenciados en un transporte público.

     – ¡Soltame, soltame! – repetía constantemente el pequeño niño, aunque no se distinguían realmente entre una palabra y un simple quejido.

 

La secuestradora debía ser madre, de lo contrario no se explica la suma paciencia con la que actuaba, jamás lo golpeó, ni le gritó, solo trataba de animarlo para que dejase de llorar ¿Quién habría pensado que no era su madre?  Tampoco iban a arriesgarse, si la increpaban y resultaba ser la madre harían el ridículo, además, ¿Cómo comprobar que no lo era? Solamente le habían visto subir al colectivo, el niño apenas hablaba y su escandalo no era tan desigual a otros.

   Nadie le ayudó, y al día siguiente su secuestro era noticia y conmoción nacional. Toda la Argentina hablaba sobre el niño, su foto se virilizó para lograr ubicarlo y se ofrecía recompensa para quién diera información del paradero. Testigos hubo muchos, el colectivo estaba lleno, pero ninguno se animó  a atestiguar, no querían verse involucrados como posibles sospechosos ni conjeturas mediáticas. Unos tenían miedo a lo antes mencionado (la histeria les nublaba la conciencia), era mejor no involucrarse; otros no estuvieron al tanto, no veían ni escuchaban noticieros. Hubo otros que si estaban al tanto y hablaron preocupados sin saber que era el mismo niño al que sus fastidiosos quejidos les había provocado una jaqueca e intolerancia. Simplemente no fueron capaces de asociarlo.

    Agustín fue testigo y reconoció al niño, pero cuando tuvo el coraje de declarar ya era tarde; ese mismo día, mientras se dirigía a realizar la declaración, fue hallado el cuerpo sin vida del niño a la ribera del riachuelo. Tres meses después del suceso, Agustín se quitó la vida dejando en claro el motivo de su decisión. El no haber atestiguado a tiempo le carcomió la conciencia, el no haber actuado en defensa del niño cuando pudo hacerlo en el colectivo le causaba insomnios y pesadillas. Recurrente le era soñar que iba en el colectivo al lado del niño, o frente a él, que lo miraba a los ojos mientras lloraba pidiendo que lo suelten. La depresión lo había trasladado velozmente a la esquizofrenia, mentalmente estaba muerto o quizá peor, porque muerto estaba en un sentido ilusorio, agonizaba constantemente con el recuerdo del niño, no podía más.

 

    “Sospeché  y  no  actué,  ahora  en  mí  yace  una  pena insuperable. No  lo  soporto.  El  recuerdo  del  niño  me persigue  y  me  castiga, me  persigue  y  me  castiga  ¿Qué  he  hecho ? Soy  un  animal, una  bestia  egoísta. Si  habría  actuado  cuando  pude , Juan  Ignacio   estaría  vivo,  dos oportunidades   tuve  y  en  ninguna  hice  nada.  Por  eso pago  con  mi  vida  ésta  deslealtad.  Solo  espero  que   puedas  perdonarme… “ 

 




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