El tren atravesaba la campiña como una aguja gris cosiendo juntos trozos de paisaje verde. Clara apoyaba la frente contra el cristal frío del vagón, viendo cómo el mundo se desdibujaba en un manchón de colores. Viajaba de vuelta a la ciudad, a su vida ordenada de becaria en la editorial, después de una visita a sus padres que había sido, como siempre, una mezcla de comodidad y asfixia.
Su refugio era aquel compartimento casi vacío. Solo una anciana dormitando con un gato en una transportadora a sus pies, y un hombre, sentado en diagonal a ella, leyendo.
No pudo evitar observarlo. No era joven, quizás rondaba los cincuenta, pero llevaba la edad con una autoridad serena. Llevaba unas gafas de carey que desviaban la mirada hacia unos ojos de un color imposible de definir, entre el verde bosque y el gris de la piedra. Sus manos, largas y nervudas, pasaban las páginas de un libro viejo con una delicadeza que a Clara le pareció casi reverencial. No leía devorando, sino saboreando.
Ella sacó su propia novela, la última ganadora de un premio prestigioso, y trató de concentrarse. Pero su atención volvía una y otra vez a la quietud del hombre. No emitía ningún sonido. Ni un suspiro, ni el crujido del papel, ni el roce de la ropa. Era un oasis de silencio en el traqueteo metálico del tren.
Fue entonces cuando él alzó la vista. No de forma brusca, sino con una lentitud deliberada, como si supiera desde hacía rato que estaba siendo observado. Sus ojos se encontraron con los de Clara, sin sorpresa, sin incomodidad. Solo con una curiosidad profunda y calmada.
Clara, pillada in fraganti, enrojeció y desvió la mirada hacia su libro, sintiendo el latido en las sienes.
—Disculpe —oyó decir. Su voz no era grave, sino clara, con un timbre que parecía vibrar justo en la frecuencia para ser escuchado por encima del ruido del tren—. ¿Le importa que le pregunte qué opina de ese libro?
La pregunta era tan inusual, tan alejada del típico "¿sabe a qué hora llegamos?", que Clara se quedó descolocada.
—¿Perdón?
El hombre sonrió levemente. No una sonrisa amplia, sino un pequeño gesto de complicidad que le arrugó la comisura de los ojos.
—Soy editor —dijo, como si eso lo explicara todo. Y en cierta forma, para Clara, lo hizo. Era un colega, en el sentido más amplio de la palabra—. Esa autora tiene una prosa preciosa, pero a veces siento que la belleza es un fin en sí mismo, y no un vehículo. Como un jardín perfecto por el que no se puede caminar.
Clara parpadeó, asombrada. Era la crítica exacta, casi palabra por palabra, que ella misma había anotado en los márgenes la noche anterior.
—Es... es justo lo que estaba pensando —admitió, bajando la guardia.
—Los buenos lectores suelen tener pensamientos similares —dijo él—. Me llamo Samuel.
—Clara.
Extendió su mano. Ella, casi por reflejo, le tendió la suya. Al contacto, notó una calidez inesperada y la áspera textura de la piel en sus nudillos, como la de alguien que trabaja con las manos.
—¿Viaja por trabajo, Samuel?
—Siempre—respondió él, guardando su libro en un bolso de cuero desgastado—. Pero el trabajo es solo la excusa. Viajo por los silencios.
Clara frunció el ceño.
—¿Los silencios?
—Sí. Cada lugar tiene su propio silencio. El silencio de una estación de tren a las cinco de la mañana es distinto al silencio de una biblioteca vacía, o al de un bosque al atardecer. Son bienes preciados, casi en extinción. A veces creo que mi verdadero trabajo es coleccionarlos.
Había una chispa de poesía en sus palabras, pero también una convicción absoluta. No sonaba como un delirio, sino como una filosofía de vida.
El tren comenzó a frenar para entrar en un túnel. La luz del día se extinguió y el vagón se sumió en una oscuridad interrumpida solo por las lucecitas del techo. El estruendo se multiplicó, ensordecedor. En la penumbra, Clara solo podía ver el perfil de Samuel, inmóvil, como esculpido en la oscuridad.
Y entonces, justo cuando el ruido era más intenso, él se inclinó hacia ella, y en un susurro que, milagrosamente, cortó como un cuchillo through el estruendo, dijo:
—Este es el mejor momento. El silencio no es la ausencia de sonido, Clara. Es robarle un momento de pureza al caos. Fíjate.
El tren salió del túnel. La luz irrumpió de nuevo, cegadora. El anciano de enfrente seguía dormido. El mundo volvía a su monotonía.
Pero algo había cambiado. Clara ya no miraba por la ventana. Miraba a Samuel, que volvía a su postura relajada, con una pequeña y satisfecha sonrisa.
—Mi parada es la siguiente —dijo él, como si no hubiera pasado nada extraordinario.
Clara sintió una punzada de desilusión irracional. No quería que se fuera. Quería oír más sobre los silencios robados.
Samuel se levantó, tomó su bolso. Al pasar junto a su asiento, se detuvo un instante.
—Ha sido un placer, Clara. Aquí —dijo, y dejó caer suavemente sobre la página abierta de su libro un pequeño marcador de cuero, sencillo y sin adornos—. Para que no pierdas tu lugar.
Y antes de que ella pudiera darle las gracias, se había ido, deslizándose por la puerta del vagón con la misma quietud con la que había entrado en su vida.
Clara lo vio bajar a el andén y perderse entre la gente sin mirar atrás. Entonces, tomó el marcador. Al hacerlo, notó que había unas letras grabadas en una esquina. Dos palabras, tan sutiles que casi pasaban desapercibidas:
"Busca el eco."
El tren se puso en marcha. Clara se quedó mirando la frase, con el corazón latiendo con fuerza. El ruido, la gente, su destino... todo parecía haber retrocedido a un segundo plano. Samuel no solo le había robado el silencio al caos. Le había robado a ella la comodidad de su viaje en solitario, y en su lugar, había plantado una semilla de misterio que ya empezaba a echar raíces.
Editado: 25.11.2025