Peso se Silencio

Capítulo 2: El Eco en la Ciudad

La ciudad la recibió con su habitual manto de ruido. El silbido de los frenos de los autobuses, el murmullo constante de la multitud, el zumbido lejano de obras en construcción. Un sinfín de sonidos que, hasta hoy, Clara simplemente ignoraba. Ahora, cada uno se le antojaba un ladrillo más en un muro que impedía escuchar algo… algo más.

Durante los días siguientes, su vida en la editorial volvió a su cauce monótono. Lecturas de manuscritos llenos de promesas incumplidas, cafés amargos en la sala de descanso, conversaciones intrascendentes con otros becarios. Pero todo estaba teñido por una nueva cualidad: la expectación. La semilla plantada por Samuel germinaba en la quietud de su escritorio, en los ratos muertos del metro.

Sacaba el marcador de cuero con frecuencia, pasando el pulgar sobre las letras grabadas. "Busca el eco". ¿Era una metáfora? ¿Un consejo literario? ¿O algo más literal, más tangible?

Comenzó a buscar ecos donde nunca antes había mirado. En la editorial, prestaba atención no solo a las palabras de los manuscritos, sino a los silencios entre ellas, a lo que el autor no decía. En su piso, al anochecer, apagaba todos los dispositivos electrónicos y se sentaba junto a la ventana abierta, escuchando. No era el silencio puro del campo, sino un tejido complejo de sonidos amortiguados: la risa lejana de un niño, el motor de una moto que se apagaba calle abajo, el viento susurrando entre los edificios. Eran los ecos de la vida de la ciudad, y por primera vez, Clara no los encontraba molestos. Los encontraba fascinantes.

Una tarde, revisando una pila de manuscritos rechazados que iban a ser devueltos, uno le llamó la atención. No por su título, "Variaciones sobre un Tiempo Perdido", ni por el nombre del autor, anónimo. Fue por el papel. Era de una calidad extraña, áspero y grueso, como hecho a mano. Y al cogerlo, notó una textura familiar bajo sus dedos. Buscó en su bolso y sacó el marcador de Samuel. Eran idénticos. La misma sensación de cuero envejecido y trabajado.

El corazón le dio un vuelco. Abrió el manuscrito con manos temblorosas. No había prólogo, ni índice. Solo una serie de fragmentos, descripciones densas y poéticas de silencios. "El silencio que deja una taza de té caliente sobre un mantel de lino, un vacío con forma de calor." "El silencio de una estación de metro después de que se ha ido el último tren de la noche: un aliento colectivo contenido." "El silencio que habita en el ojo de un desconocido justo antes de que te sonría."

Era como si alguien hubiera puesto por escrito la filosofía de Samuel. Y entonces, en la última página, encontró una dirección escrita a lápiz, casi borrada. Una calle del casco antiguo de la ciudad, un barrio de callejones estrechos y piedra desgastada por el tiempo.

No lo dudó. Era viernes por la tarde y no tenía planes. Cogió el manuscrito, su abrigo, y se adentró en el laberinto de la ciudad vieja. La dirección la llevó a una callejuela tan angosta que la luz del sol apenas conseguía colarse. La puerta era de madera oscura, vieja y con las vetas marcadas. No había timbre, ni placa, ni ningún indicio de lo que podía haber dentro. Solo un pequeño picaporte de latón con forma de caracol, un detalle que le pareció profundamente simbólico.

Tomó aire, sintiendo el pulso acelerado. ¿Qué estaba haciendo? ¿Siguiendo los pasos de un extraño basándose en un marcador y un manuscrito anónimo? Era la clase de cosa que en las novelas acababa bien, pero en la vida real podía terminar en una decepción absoluta o, peor, en algo peligroso.

Pero entonces recordó la voz de Samuel cortando el estruendo del túnel. "El silencio no es la ausencia de sonido, Clara. Es robarle un momento de pureza al caos."

Esa frase había sido un eco en su mente durante días. Y ahora, estaba frente a una puerta que quizá escondía el origen de ese sonido.

Alargó la mano y giró el picaporte. No estaba cerrado.

La puerta cedió con un suave chirrido, abriéndose a una penumbra fresca que olía a papel antiguo, a cuero y a cera de abejas. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la luz. Estaba en una pequeña antecámara. Al fondo, una cortina de cuentas de madera separaba la estancia de lo que parecía un espacio más amplio. Desde allí, le llegó una voz que reconocería en cualquier parte, esa voz clara y serena que no necesitaba alzar el tono para hacerse oír.

—Pasa, Clara. Te estaba esperando.

Una sonrisa se dibujó en sus labios, mezcla de alivio y de emoción. No era el final de un viaje absurdo. Solo el comienzo. Sin hacer ruido, cruzó la antecámara y apartó suavemente la cortina de cuentas, dispuesta a descubrir qué sonido, qué silencio, qué eco, la esperaba al otro lado.




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