Peso se Silencio

Capítulo 3: La Cámara de los Ecos

Al otro lado de la cortina de cuentas, que tintineó con una suave música de madera, el mundo se transformó.

Era una librería. O quizás un archivo. O tal vez el gabinete de curiosidades de un coleccionista de sonidos. Estanterías de madera oscura, tan altas que se perdían en las sombras del techo, se alzaban como árboles en un bosque sagrado. No estaban ordenadas por géneros ni por autores, sino por una lógica invisible y personal. Libros encuadernados en piel se codeaban con libretas de espiral abarrotadas de anotaciones, y volúmenes tan antiguos que su lomo se deshacía en polvo de oro junto a modernos ensayos de filosofía.

El aire era denso, cargado con el olor a siglos de historias, a tinta seca y a ese mismo aroma a cera que había percibido en la entrada. Velas colocadas en nichos estratégicos y en pesados candelabros arrojaban una luz danzante que hacía brillar los títulos dorados y proyectaba sombras movedizas que parecían susurrar.

Y en el centro de aquel santuario, sentado en un sillón de cuero desgastado frente a una mesa repleta de papeles, estaba Samuel. No pareció sorprendido. Su sonrisa fue la de un jardinero que ve brotar, justo a tiempo, la semilla que plantó.

—El eco te ha traído —dijo, y su voz se fundió con el crepitar de la llama de una vela cercana. No era una pregunta.

Clara, aún con la mano en la cortina, se sintió por un momento fuera de lugar, una intrusa en un sueño ajeno. Pero la calma en los ojos de Samuel era un bálsamo.

—El manuscrito…—logró decir, alzando un poco el fajo de páginas—. El papel es igual que su marcador.

—No es mi marcador —aclaró él, haciendo un gesto para que se acercara—. Es una herramienta. Y el manuscrito no es mío. Es de alguien que, como tú, aprendió a escuchar.

Clara avanzó, sus pasos amortiguados por una gruesa alfombra oriental desgastada. Dejó el manuscrito sobre la mesa.

—¿Y la dirección?¿Era una invitación?

—Todo aquí es una invitación —respondió él, con un brillo lúdico en la mirada—. Para los que pueden verla. La mayoría pasa de largo. Solo unos pocos… sienten la resonancia.

Se levantó y caminó hacia una de las estanterías. Su movimiento era fluido, como si conociera el camino exacto entre la maraña de papel y memoria.

—Esta no es una librería al uso,Clara. Es una Cámara de Ecos. Un lugar donde se recogen los sonidos que merecen ser recordados. No los estridentes, no los obvios. Los otros.

La recorrió con la mirada, abarcando la inmensidad de la sala. ¿Ecos? ¿Sonidos atrapados en libros?

—No entiendo.¿Cómo se… guarda un sonido?

Samuel sacó un pequeño volumen de un estante medio vacío. Lo abrió. En lugar de texto, las páginas estaban llenas de finas líneas ondulantes, como un electrocardiograma, acompañadas de anotaciones en una caligrafía minúscula.

—Esto es el suspiro de un olivo milenario en una colina de Grecia,capturado al amanecer —explicó, pasando la yema del dedo sobre la línea—. No es el sonido en sí, por supuesto. Es su traducción. Su partitura silente. La anotación describe la temperatura del aire, la luz, la emoción de quien lo escuchó. Es una llave para que otro, con la sensibilidad adecuada, pueda recrearlo en su interior.

Clara lo miró, atónita. La idea era tan descabellada como hermosa. Una biblioteca no de ideas, sino de sensaciones auditivas puras.

—¿Y para qué?¿Para qué guardar todo esto?

—Por la misma razón por la que se guardan los poemas o se pintan cuadros —dijo él, cerrando el libro con cuidado—. Por belleza. Por memoria. Porque el mundo se llena de ruido y olvida su propia respiración. Nosotros —hizo un gesto amplio, abarcando la sala— somos los recordadores. Los archiveros del susurro del mundo.

Se acercó a ella y tomó el manuscrito que ella había traído.

—Este,por ejemplo, contiene los ecos de los silencios urbanos que su autor fue cazando durante una década. Silencios específicos, preciosos y efímeros. Al traerlo aquí, lo has salvado de perderse para siempre en un almacén de devoluciones.

Clara sintió un destello de orgullo. Había sido parte de algo, sin siquiera saberlo.

—¿Y yo?—preguntó, sintiendo de pronto una enorme curiosidad—. ¿Por qué yo? ¿Por qué en el metro?

Samuel la observó, y su mirada pareció penetrar más allá de su superficie, hasta el núcleo de su inquietud.

—Porque estabas quieta.En medio del caos, buscabas un punto de apoyo. Y eso es el primer paso para escuchar. La mayoría nada contra la corriente, forcejea. Tú, en ese momento, flotabas. Y en la flotación, se perciben las corrientes más sutiles.

Le tendió una pequeña llave de latón que había sobre la mesa.

—La pregunta no es por qué tú,Clara. La pregunta es si quieres seguir escuchando.

Clara miró la llave, luego la infinita profundidad de la Cámara de Ecos, y finalmente los ojos serenos y desafiantes de Samuel. El ruido de la ciudad, de su vida anterior, parecía estar a un millón de años luz.

Sin una palabra, extendió la mano y cerró los dedos alrededor de la llave fría. Era pesada para su tamaño. Pesada como una promesa.

La sonrisa de Samuel se ensanchó.

—Bien—murmuró—. Entonces tu verdadera formación puede comenzar.




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