Los días siguientes fueron un lento y deliberado entrenamiento de los sentidos. Clara ya no caminaba por la ciudad; la escuchaba. Cada rincón se había convertido en un potencial partitura de ecos por descifrar. El chirrido de las ruedas de un carrito de café sobre el adoquín ya no era un ruido molesto, sino una firma sonora única. El viento que silbaba entre dos edificios altos era un coro de arquitectura. Samuel la guiaba con paciencia, enseñándole a discriminar entre el simple sonido ambiental y el "eco" propiamente dicho: aquella vibración cargada de un significado que trascendía lo físico.
Una tarde, mientras Clara intentaba, sin mucho éxito, cartografiar el eco del agua goteando en una fuente de un parque, Samuel se sentó a su lado en el borde de piedra.
—Estás afinando el instrumento —dijo, observando sus trazos frustrados—. Pero hasta ahora solo has cazado ecos externos. Fenómenos del mundo.
—¿Hay de otro tipo? —preguntó Clara, bajando el lápiz.
—Los más complejos. Los más peligrosos —respondió él, su mirada volviéndose grave—. Los ecos internos. Aquellos que resuenan no en los lugares, sino en los recuerdos. Son los más difíciles de transcribir, porque para encontrarlos, debes enfrentarte a los tuyos propios.
Clara sintió un leve escalofrío. La idea de bucear en su propia psique con este propósito era a la vez tentadora y aterradora.
—Tu siguiente tarea —anunció Samuel, sacando una ficha nueva de su bolsillo—. Este no es un lugar. Es una sensación. El eco que debes encontrar se llama "Saudade Petrificata".
Clara tomó la ficha. La descripción era más críptica que las anteriores. "Eco: Saudade Petrificata (La Nostalgia Hecha Piedra). Ubicación: Cualquier lugar donde un objeto cotidiano haya sido testigo silente de una felicidad perdida. Descripción: La resonancia emocional que impregna un objeto inanimado tras años de ausencia. No es el recuerdo, sino su sombra sonora. Se manifiesta como un silencio particularmente denso y dulceamargo."
—No entiendo —confesó Clara, sintiéndose abrumada—. ¿Cómo se caza algo así? ¿Dónde?
—Esa es la primera parte de la prueba —dijo Samuel—. Debes dejar que el eco te encuentre a ti. Camina. Deja que tu mente vague. Cuando pases junto a un portal, un objeto que contenga uno de estos ecos, lo sabrás. Te llamará. Y entonces, el verdadero trabajo comenzará.
La instrucción era tan vaga que raya en lo exasperante. Clara pasó dos días caminando sin rumbo por la ciudad, sintiéndose cada vez más como una impostora. ¿Cómo podría reconocer un "portal"? ¿Un "silencio denso"? La frustración crecía en su interior.
Fue en el tercer día, yendo de vuelta a su piso después de un día gris en la editorial, cuando sucedió. Tomó un atajo por un mercadillo callejero que estaba desmontándose. Puestos de antigüedades y cachivaches se empaquetaban perezosamente. Su mirada se deslizó sin interés sobre vajillas desportilladas, lámparas oxidadas y pilas de libros viejos.
Y entonces, lo vio.
Era un viejo tocadiscos portátil de vinilo, de los años 60. La carcasa de madera clara estaba arañada, y el tejido de la rejilla del altavoz tenía un pequeño desgarrón. Pero estaba intacto. Algo en él, en su elegante decadencia, le produjo un pellizco en el corazón. Se acercó.
El vendedor, un hombre mayor con un gorro de lana, le sonrió.
—Funciona perfectamente.Una belleza, ¿eh?
Clara no respondió. Extendió la mano y, con una timidez que le recordó su primer día en la Cámara, posó la yema de los dedos sobre la madera pulida por el uso.
Y lo sintió.
No era un sonido. Era una ausencia que sonaba. Una cavidad en el aire justo alrededor del aparato. Una melodía de silencio que hablaba de tardes de domingo, de risas que se habían apagado, de manos que ya no estaban para cambiar el disco. Era un vacío con la forma precisa de una felicidad doméstica y perdida. La Saudade Petrificata.
Sin regatear, pagó al hombre una cantidad que probablemente era excesiva, y cargó con el pesado tocadiscos de vuelta a su piso. No lo encendió. Sabía que no se trataba de la música que podría reproducir, sino de la música que guardaba en su silencio.
Se sentó en el suelo de su salón, con el tocadiscos frente a ella y su cuaderno en el regazo. Esta vez, el desafío era monumental. ¿Cómo traducir la textura de un recuerdo ajeno? ¿Cómo dibujar el sabor de la nostalgia?
Cerró los ojos y dejó que el eco la inundara. No luchó contra la oleada de tristeza y dulzura que emanaba del objeto. La acogió. Y entonces, su mano comenzó a moverse.
No dibujó el tocadiscos. Dibujó el hueco que el eco dejaba en su percepción. Una forma ovalada y neblinosa, hecha de líneas entrecortadas y temblorosas. En su interior, trazó espirales que se desvanecían, como los últimos compases de una canción que se apaga. Usó el borrador para crear zonas de luz cegadora dentro de la forma, representando los momentos de felicidad que ya solo existían como un destello en la memoria del objeto. Escribió palabras como "polvo de risa", "surco vacío" y "resonancia de tacto".
Tardó horas. Cuando terminó, estaba exhausta, emocionalmente drenada. Miró su trabajo. Era caótico, abstracto, y probablemente incomprensible para cualquier otro. Pero para ella, era la traducción más honesta que podía hacer.
Al día siguiente, llevó el cuaderno a la Cámara. Samuel observó la página en silencio. Su expresión era inescrutable.
—Es… confuso —dijo Clara, incapaz de soportar el silencio—. No creo que haya capturado nada.
Samuel alzó la mirada. No había aprobación en sus ojos, pero tampoco decepción. Había algo nuevo: respeto.
—Clara—dijo suavemente—, has cruzado un umbral. Has cartografiado no un sonido, sino un alma. El alma de un objeto. Esta —señaló el dibujo— es una de las transcripciones más crudas y verdaderas de un eco interno que he visto en un principiante.
Caminó hacia una sección de la estantería que Clara no había notado antes, llena de cuadernos con lomos oscuros y anónimos. Abrió un espacio y colocó la hoja dentro.
Editado: 28.11.2025