La paz que Clara encontró tras liberar su eco fundacional no era un estado de quietud perpetua, sino una nueva afinación interior. El mundo seguía siendo ruidoso, pero ahora ella poseía un centro de silencio desde el que observarlo. Ya no se sentía una extraña en la ciudad; se sentía una observadora, una etno-musicóloga de la sinfonía urbana.
Pero las cuerdas que ataban su vida anterior aún estaban atadas, y comenzaron a vibrar con fuerza.
Fue su jefe, el Señor Ardanza, quien tiró de la primera. La llamó a su oficina, una estancia de paredes de cristal que siempre le había parecido una urna de ruido blanco y luz artificial.
—Clara—dijo, sin levantar la vista de una montaña de manuscritos—. El informe trimestral de lecturas. Lleva tres días de retraso. Y los autores de la slush pile se quejan. La devolución es lenta.
Clara lo miró. Por primera vez, notó el tic nervioso en su ojo derecho, el sonido de su respiración levemente agitada. Percibió el eco de su propia prisa, un zumbido de ansiedad low-fi que emanaba de él.
—Lo siento,Señor Ardanza. He estado… distraída.
—Distraída no es un lujo que nos podamos permitir —espetó él, por fin alzando la vista. Sus ojos se posaron en ella con una curiosidad fría—. No es como usted. Antes era la más meticulosa. Últimamente parece… ausente. ¿Hay algún problema?
Las palabras "Ausente. Distraída." resonaron de forma distinta en sus oídos ahora afinados. No eran críticas, eran diagnósticos. Diagnosticaban a la Clara de antes, la que estaba siempre presente en el cuerpo pero ausente en el espíritu.
—No hay problema—respondió, y su voz sonó extrañamente serena incluso para sus propios oídos—. Al contrario. He estado muy concentrada en otras cosas.
Ardanza frunció el ceño, desconcertado por su tono.
—Bien,pues concéntrese en lo que le pagan por hacer. El informe para mañana. Y acelere con las devoluciones. No estamos aquí para filosofar, estamos aquí para publicar libros que se vendan.
La siguiente llamada fue de sus amigos. Marta, la más insistente del grupo, la llamó por la noche.
—¡Clara!¡Por fin! Pensamos que te habías evaporado. ¿Qué pasa? ¿Enfermedad amorosa secreta? —su voz era un torrente de entonaciones exageradas, un eco de un mundo de superficialidades que a Clara ahora le sonaba estridente, como un instrumento desafinado.
—No, no. Solo… he estado ocupada. Conociendo sitios nuevos.
—¡Genial! —trinó Marta—. Pues salgamos este viernes. A ese nuevo bar de moda en el centro. Dicen que la música está a todo volumen y está llenísimo de gente. ¡Justo lo que necesitas para desconectar!
"Desconectar". La palabra le sonó a blasfemia. Ella había pasado semanas aprendiendo a conectar de la manera más profunda imaginable, y su amiga le ofrecía como solución el ruido más vacío.
—No sé,Marta. Preferiría algo más tranquilo.
—¿Tranquilo? ¡Clara, por Dios, que somos jóvenes! ¡Necesitamos energía! Dime que vendrás.
Clara miró por la ventana de su piso, hacia las luces de la ciudad. Pensó en la Cámara de Ecos, en la calidez de las velas, en la textura del silencio de Samuel.
—Te aviso—mintió, sabiendo que no lo haría.
La prueba final llegó con un manuscrito. Uno de los muchos que tenía que evaluar. Se titulaba "El Grito del Acero", una novela distópica sobre una ciudad donde el sonido estaba prohibido. La sinopsis prometía una crítica social profunda. Pero al empezar a leerla, Clara sintió una punzada de decepción. Las palabras eran huecas, onomatopeyas vacías de estruendo metálico y descripciones de silencio que no capturaban su esencia, solo su ausencia. Era ruido disfrazado de profundidad.
Antes, habría escrito un informe estándar: "Propuesta comercial con elementos interesantes, pero la ejecución es ruidosa". Ahora, no podía. Su mano, acostumbrada a transcribir ecos, tomó el lápiz rojo de corrección y comenzó a escribir en los márgenes.
"El silencio no es la falta de sonido, es una cualidad tangible. Aquí solo hay vacío."
"Este estruendo no comunica caos,solo demuestra sordera."
"Busque el eco del miedo,no su grito."
Cuando terminó, las páginas estaban llenas de anotaciones que eran menos una corrección y más una lección de escucha. Sabía que el autor no lo entendería. Sabía que Ardanza lo consideraría una pérdida de tiempo.
Al día siguiente, entregó el informe trimestral. Era preciso, meticuloso, pero escrito por una extraña. La Clara que lo había empezado había dejado de existir. Luego, dejó el manuscrito anotado de "El Grito del Acero" en la mesa de Ardanza.
Horas más tarde, él la llamó de nuevo a su oficina. El manuscrito estaba frente a él, las anotaciones en rojo brillando como heridas.
—¿Qué es esto,Clara? —preguntó, su voz peligrosamente calmada—. He contratado a una lectora, no a una gurú de la meditación.
—Son sugerencias —dijo Clara, manteniendo la mirada—. Para mejorar el texto.
—¡Esto no mejora nada! —explotó, golpeando la mesa con la mano—. Lo hace ilegible. Lo convierte en un ejercicio de… de filosofía barata. Nosotros publicamos libros, Clara, no transcribimos sus fantasías new age.
La palabra "fantasías" debería haberle dolido. Pero solo le produjo lástima. Él era como era ella antes: sordo. Sordo a todo lo que importaba.
—Tal vez—dijo, con una calma que parecía enfriar el aire acondicionado de la oficina—, publicamos los libros equivocados.
Ardanza la miró como si acabara de crecer una segunda cabeza.
—¿Estás escuchándote?¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Clara, este no es tu trabajo. Tu trabajo es encontrar lo que vende, no lo que… resuena.
La palabra, en su boca, sonó sucia y mercenaria.
Clara no respondió. Solo asintió lentamente. Comprendía. Finalmente, comprendía del todo. El puente entre su vieja vida y su nueva verdad no solo estaba resquebrajado; era inexistente. Estaban hablando idiomas diferentes, escuchando frecuencias incompatibles.
Editado: 28.11.2025