Peso se Silencio

Capítulo 7: El Eco del Olvido

La paz que Clara había encontrado era un lago de aguas tranquilas, pero profundo. Caminaba por la ciudad no como quien huye de ella, sino como quien la habita. Los ruidos ya no se pegaban a su piel como etiquetas de advertencia; eran simplemente el murmullo de la vida. Esta nueva armonía, sin embargo, era el preludio de un silencio mucho más desgarrador.

Ocurrió en un cruce cualquiera, a plena luz del día. Clara iba a visitar a Samuel, llevando en el bolsillo una pequeña piedra lisa que había encontrado en el río, un guijarro que para ella resonaba con un sonido de quietud absoluta. Quería regalársela.

Un camión, cuyo freno de mano falló en una pendiente, inició una lenta pero imparable carrera cuesta abajo. Clara, absorta en la textura de la piedra en su bolsillo, no lo vio venir. El impacto no fue violento, sino brutalmente sordo. La arrojó varios metros contra la fachada de una librería. Lo último que vio antes de que la oscuridad se la tragara fue la piedra blanca rodando por el asfalto, teñida de rojo.

Samuel lo supo al instante. Un escalofrío, un vacío repentino en el mapa de resonancias que sentía de Clara, lo atravesó como un cuchillo. Corrió hacia el cruce con el corazón en un puño, llegando justo cuando los paramédicos la subían a la ambulancia.

La llevaron al hospital. La lesión principal era un traumatismo craneoencefálico severo. Los médicos hablaron de hematomas, de edema cerebral, de un pronóstico reservado. Samuel no se movió de la puerta de la UCI durante tres días, una estatua de preocupación y miedo. Rezó a un dios en el que no creía, pero le suplicó a las leyes del universo, a la física de los ecos, que no la silenciaran para siempre.

Al cuarto día, Clara despertó.

Samuel entró en la habitación con un cauteloso suspiro de alivio. Pero ese alivio se congeló en sus venas cuando sus ojos se encontraron con los de ella.

Eran los mismos ojos grises, pero la luz detrás de ellos era diferente. Vacía. Como una casa cuyas ventanas reflejan el cielo, pero por dentro está deshabitada.

—Hola, Samuel —dijo Clara, con una sonrisa cortés y distante—. Los médicos me dijeron que usted fue quien me encontró. Gracias por quedarse.

Samuel sintió que el suelo cedía bajo sus pies. "Usted". La formalidad fue un muro de hielo.

—Clara… —tartamudeó, acercándose—. ¿Cómo te sientes?

—Aturdida. Con dolor de cabeza. No recuerdo muy bien lo que pasó —dijo, frotándose la sien con los dedos. Su mirada se posó en él, inquisitiva, sin un ápice de reconocimiento más allá de lo que le habían contado—. Dicen que… que tenemos una Cámara de Ecos. Que trabajamos juntos. Lo siento, es… todo muy confuso.

Samuel contuvo la respiración. No era solo el accidente lo que no recordaba. Era todo. La Saudade Petrificata, la Resonancia Propia, el ritual de la quema del dibujo… todo el viaje que habían emprendido juntos había sido borrado por el golpe. Su memoria había retrocedido a un punto anterior a su encuentro, o al menos, había sellado herméticamente todo lo relacionado con él y su mundo.

—Sí —logró decir, con una voz que le sonó ajena—. Trabajamos juntos.

Intentó, en los días siguientes, reintroducirla suavemente. Le habló de los ecos, le mostró el cuaderno de transcripciones. Clara lo observaba con una curiosidad educada, como un antropólogo estudiando una cultura fascinante pero extraña. Asentía, hacía preguntas lógicas, pero no había conexión. Para ella, Samuel era un hombre amable, un colega quizás, pero no el faro que había guiado su transformación.

El dolor para Samuel era un eco sordo y constante en su propio pecho. La veía luchar por recordar, frunciendo el ceño ante la llave de latón que encontraron en su bolsillo, sin entender su importancia. La veía intentar dibujar, pero sus líneas eran vacilantes, técnicas, carentes de la pasión y el dolor que habían dado vida a sus transcripciones.

La Clara que había sanado sus propias heridas, la que había encontrado la paz tras enfrentar su eco fundacional, había desaparecido. Y en su lugar estaba esta Clara anterior, la que huía del ruido sin entender por qué, la que estaba perdida pero no sabía que lo estaba.

Samuel, desde la sombra, la observaba. No podía forzarla. No podía gritarle sus verdades al oído. El aprendizaje de los ecos requería delicadeza, y un corazón abierto. El de Clara ahora estaba cerrado con llave, y la llave se había perdido en el laberinto de su memoria.

Así que hizo lo único que podía hacer. Se convirtió en su eco. Un eco silencioso y persistente. Se presentaba cada día con un té, le hablaba de la ciudad, de sonidos triviales, esperando, siempre esperando, que algún sonido, alguna palabra, resonara en el interior bloqueado de Clara y activara el recuerdo de la música que una vez, juntos, habían logrado componer.

Mientras, en la mesilla de noche de Clara, la piedra lisa y blanca que Samuel había recuperado del accidente, reposaba en silencio, esperando a que su dueña volviera a escuchar la quietud que contenía.




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