Lo siento

Frente a una tumba improvisada en el bosque, sin nombre, más allá de un simple montículo de tierra, se encontraba Shousuke, un chico de no más de quince años. Sostenía una flor azul entre sus manos manchadas de sangre y cubiertas de tierra.

Tenía la mirada fija en la tumba. Aunque uno de sus ojos estaba cubierto por un vendaje improvisado, las lágrimas se mezclaban con la sangre púrpura que surcaba sus mejillas. Sin embargo, su mente no estaba allí.

La brisa del bosque sopló suavemente, trayéndole recuerdos que había intentado olvidar.

Su memoria lo llevó a momentos simples: la comida que su madre preparaba con tanto amor para él y su padre, el olor del ramen impregnando su hogar, el vapor subiendo de un tazón caliente. Por un instante, entre lágrimas, entreabrió los labios como si aún pudiera saborearlo.

Apretó la flor con fuerza, hasta quebrarla. Los pétalos cayeron como fragmentos de su propia alma.

Sus piernas cedieron y cayó de rodillas. Un grito ahogado escapó de su garganta mientras su cuerpo se encogía sobre sí mismo. Enterró los dedos en la tierra húmeda, intentando aferrarse a una vida que ya no existía.

Los recuerdos no cesaban.

La noche en que se metió entre los brazos de sus padres, tras una pesadilla, sintiendo que nada podía dañarlo.

La vez que su padre lo felicitó por cargar una canasta de arroz él solo, y su madre lo recompensó con un tazón de espagueti, haciéndolo sentir el niño más feliz del mundo.

Golpeó el suelo con fuerza. El dolor en su pecho era insoportable, como si algo aplastara su corazón desde dentro.

Y entonces, el recuerdo más cruel.

El ataque.

El humo, los gritos de sus vecinos, los disparos, las explosiones que destrozaban los hogares. Los pasos de soldados recorriendo las calles sembradas de cadáveres.

Se llevó las manos a la cabeza, queriendo apagar los sonidos que lo devoraban desde adentro. Pero no pudo. Y entonces, llegó lo peor.

El momento en que su padre se lanzó al frente, sacrificándose por él. La desesperación en los ojos de su madre mientras lo sujetaba con fuerza y huían juntos. Aún podía escuchar las palabras de su padre resonar como un eco inquebrantable:

"Tienes que sobrevivir."

Sollozó con más fuerza, como si el mundo entero se desmoronara sobre sus hombros.

Levantó la vista hacia la tumba, con su único ojo inundado de lágrimas, y el último recuerdo emergió.

El cuerpo de su madre desvaneciéndose entre sus brazos. Su caricia temblorosa, su sonrisa suave, y las últimas palabras que escuchó de sus labios:

"Cuídate mucho, mi niño."

Shousuke alzó la cabeza al cielo y soltó un grito desgarrador, tan potente que hizo volar a las aves cercanas. Golpeó la tierra una y otra vez, hasta dejar sus nudillos ensangrentados, mientras su llanto y su jadeo lo asfixiaban.

— Mamá... Papá... perdónenme... — suplicó, con la voz rota.

Lloró durante horas, hasta que las lágrimas se agotaron. Solo quedó su respiración entrecortada, su cuerpo tembloroso y su alma vacía.

Con manos temblorosas, recogió lo que quedaba de la flor y la colocó sobre la tumba. Luego se levantó con dificultad y se alejó, internándose entre la oscuridad del bosque, sin rumbo, sin esperanza, sin saber qué le deparaba el futuro.

A medida que avanzaba, los aullidos de lobos y los cantos lúgubres de cuervos acompañaban sus pasos. Entonces, su mente se aferró a un único pensamiento: el rostro de aquel que le había arrebatado todo.

Se detuvo ante un charco y vio su reflejo.

Su rostro pálido, cubierto de sangre púrpura. Su ropa hecha mierda. Su único ojo abierto, fijo, oscuro. No quedaba nada del niño alegre que alguna vez fue.

— ¿Vas a dejar que esto se quede así? — le preguntó su reflejo, con una voz fría, cargada de odio.

— No — murmuró él, apretando los puños. — Haré que ese maldito pague por lo que me hizo...

Y con esa promesa, Shousuke siguió caminando, con pasos lentos y la cabeza baja, envuelto por la noche eterna del bosque.