Tú no naciste solo. Te moldearon.
Y ahora, vas a recordar.
Empieza con el olor a hierro caliente.
No sabes por qué, pero lo reconoces.
Te penetra la nariz como si el tiempo retrocediera sin piedad.
Estás en una cocina antigua. La bombilla parpadea.
Y en el suelo… un niño.
Tú.
Pequeño. No mayor de siete.
Con la boca cubierta de sangre. Con la mejilla marcada por una mano demasiado grande.
La marca no es nueva. Ya cicatrizó otras veces.
Hay una mujer llorando frente al fregadero.
¿Tu madre? No.
Alguien que solía amarte.
Que ya no puede mirarte sin temblar.
Detrás de ti… él.
Tu padre.
Con el cinturón colgando aún de su mano.
Con la voz ronca de tanto gritar.
Con los ojos vacíos de cualquier humanidad.
— No llores — gruñe —. Aprenderás a callarte. A obedecer.
Y lo peor no fue el golpe.
Fue cuando te obligó a pedir perdón.
Por llorar.
Por existir.
Por haber nacido.
Te arrodillaste.
Te tragaste el llanto.
Y entonces ella apareció por primera vez.
Black.
Pequeña, apenas una sombra en el rabillo del ojo.
Pero sus ojos brillaban.
No como una niña… sino como algo hambriento.
— ¿Quieres que deje de doler? — te susurró desde la oscuridad del horno.
Tú asentiste.
Y Black sonrió.
La escena cambia de pronto.
Ahora hay fuego.
La casa está ardiendo.
Los gritos ya no son tuyos.
La mujer llora, encerrada en el baño.
Tu padre golpea la puerta, desesperado, atrapado por las llamas.
Y tú… tú estás afuera.
A salvo.
Con una caja de fósforos aún humeante en tu mano.
Black está a tu lado, sentada en el columpio del jardín como si nada.
— Te dije que yo cuidaría de ti.
Y por primera vez… sonríes.
Pero al mirar tus manos…
ya no son las de un niño.
Son las de ahora.
Y están manchadas de algo que nunca se fue.