Me encontraba con mis amigos en una pequeña feria que habían instalado en la colonia. Entre luces parpadeantes y música chillona, lo estábamos pasando bien. Subimos a algunos juegos, reímos, gritamos... hasta que dimos con un puesto que llamó nuestra atención.
Era uno de esos juegos baratos de ponchar globos a cambio de premios. Daniel y Elizabeth fueron los únicos en participar. Como era de esperarse, fue una maldita estafa.
—Qué estafa —murmuró Elizabeth mientras observaba su premio: una paleta pegajosa y mal envuelta—. Si hubiera sabido que esto era el premio, ni me molestaba en jugar.
—Por eso no jugué —me burlé entre risas.
—En serio, no hay ni un solo puesto interesante en este lugar —gruñó Lucian, cruzándose de brazos.
—Quizá… si buscan una experiencia realmente única, mi puesto les podría interesar —dijo una voz detrás de nosotros.
Nos giramos. Un hombre había aparecido de la nada.
Tenía la tez pálida, el cabello azul atado en una coleta y ojos amarillos que parecían brillar bajo las luces de la feria. Llevaba una gabardina negra y un corset azul marino que combinaba con su cabello. A su lado, un cartel anunciaba en letras góticas: "El Hogar de los Sueños".
—¿Y tu puesto de qué es? —pregunté, frunciendo el ceño.
—¿Por qué no entran y lo descubren? —respondió, abriendo los brazos hacia la entrada.
—Sí, cómo no —le respondió Elizabeth con una sonrisa burlona—. Solo quieres estafarnos como todos aquí.
—Oh, no, señorita… yo sería incapaz de hacerles eso —sonrió con dientes perfectos—. A diferencia de los demás, aquí la entrada es voluntaria. Denme lo que gusten: un dólar, quince centavos… o un beso.
Se acercó con una sonrisa tan amplia que parecía antinatural.
Elizabeth negó con la cabeza, riendo nerviosamente por la rareza del sujeto.
—Igual no quiero llegar temprano a casa —dijo, y le entregó un dólar.
Se colocó frente a la entrada y nos miró con una expresión seria.
—¿No vienen?
—Pues ya qué —dije, siguiéndola. Le di dos dólares al tipo, que los aceptó con una calidez escalofriante.
Lucian nos siguió. En vez de dinero, le dio un beso francés. El tipo sonrió como si hubiera recibido un diamante.
—¿En serio? —le pregunté, entre risas.
—No le iba a dar más dinero —me respondió Lucian, dándome un golpecito en el brazo.
—¡Muy bien! ¡Síganme, por favor! —nos indicó el hombre de la gabardina.
Entramos al local. Un olor a humedad y dulces viejos nos golpeó de inmediato. Había polvo por todas partes, y el único objeto visible era un espejo, extraño, alto y viejo, con un marco decorado con símbolos que no reconocí.
—Disfruten el espectáculo —dijo el hombre antes de desvanecerse frente a nuestros ojos.
—¿Qué mierda...? —intenté abrir la puerta, pero se cerró con un golpe seco. No tenía picaporte.
Nos miramos entre los tres, luego al espejo… y no había reflejo.
—Cierto, olvidaba decirles que solo una persona a la vez puede ver el espejo —la voz del hombre resonó por todo el lugar, como si hablara desde dentro de nuestras cabezas.
—¿Por qué te escondes, desgraciado? —gritó Lucian.
Silencio.
Un silencio tan denso que nos hizo erizar la piel.
—¡Oye! ¡Sal y da la cara! —insistió, furioso.
—Quizá la única salida sea por el espejo —susurró Elizabeth, mirando de reojo el marco.
Lucian se acercó al espejo, decidido a golpearlo. Pero en cuanto se paró frente a él… se quedó inmóvil. Paralizado. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Mamá… —susurró con la voz quebrada.
—¿Qué? —preguntó Elizabeth, alarmada.
Sin decir nada más, Lucian corrió hacia el espejo y… desapareció. Así, sin más.
Elizabeth y yo nos quedamos paralizados. La sangre se nos heló.
—¿Qué carajo está pasando? —preguntó, temblando.
—Creo que… el espejo muestra algo. Algo que deseas ver… o alguien. Es la única salida.
Ella se acercó, y también se quedó quieta, mirando en silencio. De pronto, empezó a reír. Reía como una niña emocionada en Navidad. Y sin decir nada, caminó hacia el espejo… y también desapareció.
Me quedé solo. El aire se sentía más espeso. Miré a mi alrededor buscando una salida, pero todo estaba cerrado.
—¿Qué les hiciste...? —pregunté con voz temblorosa.
No hubo respuesta.
—¿Hola...? —insistí. Solo silencio.
El espejo parecía latir. Como si respirara.
La única salida era esa cosa. Pero no quería acercarme. No quería saber qué mostraba. Y, sin embargo, cada segundo que pasaba… el tiempo se alargaba. Se arrastraba como un gusano.
Me acerqué. A pasos lentos. Las manos me temblaban. Cerré los ojos.
Y los abrí frente al espejo.
Allí estaba yo. En un escenario colosal. Miles de personas gritaban mi nombre. Cantaba con una fuerza que nunca había sentido. Lo que siempre había soñado… estaba ahí. Tan real.
—¿Qué es esto...? —susurré.
—Este es el futuro que te espera —dijo la voz del hombre, ahora suave como una nana.
—¿Mi futuro?
—Exactamente. Solo tienes que cruzar. Es tuyo. Siempre lo fue.
Estiré la mano. La superficie del espejo era tibia, como piel. La atravesé lentamente. Sentí que todo mi cuerpo flotaba, luego caía.
Oscuridad. Profunda. Infinita.
Estuve ahí por lo que sentí como horas. Luego, poco a poco… claridad.
Estaba en un autobús.
Lucian iba conduciendo.
—Por fin despiertas, bello durmiente —dijo Elizabeth, riendo.
Miré alrededor. El cielo era de un gris perfecto. La carretera… vacía.
No dije nada. Solo observaba.
—Era demasiado bueno para ser verdad… —murmuré.
Y entonces lo noté.
En el reflejo de la ventana…
No tenía rostro.