Se llamaba John Hamon. Era el que hacia el reparto desde la almacén de viveres a las zonas más despobladas de aquel perdido pueblo del norte.
Tenia dos hijos ya mayores. Cumpliría los cincuenta años en un mes.
Las fotos mostraban con una escalofriante crudeza las heridas punzantes que habían destrozado su cuerpo.
El pobre hombre había encontrado la muerte en un acto de buena fe, cuando preocupado al no hallar señales de vida en la casa de los Richards forzó la puerta principal e ingreso al interior.
Su irreconocible cadáver fue hallado en la entrada horas después. Ese mismo día se hizo otro hallazgo aterrador. Rose Marie Richards, o mejor dicho su cuerpo, había sido encontrado flotando boca abajo en la parte menos profunda de un río cercano. Llevaba muerta varios días. Tenia el cráneo fracturado y unas cuantas costillas rotas. El que la mató, fuera quien fuera, había hallado en la mujer una feroz resistencia.
Miré la fecha de aquel periódico aunque ya la sabía de memoria: Enero de 1970. Casi cincuenta años habian transcurrido desde esa fecha.
Leí el nombre del desaparecido hijo de la señora Richards: Andrew Richards, edad: diecisiete años. Tuve que dejar la hoja en la cama y tomarme el tiempo de respirar profundamente una y otra vez. Lento, acompasado, normal.
Cuando logré tranquilizarme un revuelo de faldas rojas pasó rapidamente junto a mi.
Faltaba poco para el amanecer, no me había podido dormir; la poca luz que emitía la lámpara de queroseno era difusa.
Supe que eras tú.
Aún sabiéndolo callé y esperé.
—Había mucha sangre—Tu dulce voz se escuchó en medio del silencio—Mucha. Por donde quiera que mirará solo podía ver rojo, y ese olor...metálico, penetrante.
—Tenías miedo—aseguré aun sin girarme para ver tu preciosa tez pálida.
—No sé lo que es vivir sin él—respondiste. Con las últimas sílabas tu tono simplemente se apagó.
Hice acopio de una porción más de coraje cuando me volteé buscando tu fantasmagórica silueta en medio de las sombras.
¡Qué imagen más encantadora eras tú ataviado como una bailadora de flamenco! ¡Con cuanta gracia llevabas ese vestido rojo que terminaba en desgastados volantes negros!¡Qué bien se veía tu cabello oscuro y liso, suelto como una cascada en descenso! y aquella rosa purpura a un lado de tu cabeza... eras una visión tetrícamente perfecta. La muerte debe verse como tú, amor mio, hermosa a la vez que oscuramente tenebrosa.
Seguí la dirección de tus ojos maquillados con esmero. Veías mis fotos y recortes, una en especial parecía llamar fuertemente tu atención. La del difunto John Hamon.
Todo mi cuerpo comenzó a temblar desesperado por hacerte esa pregunta; esa que no querrías contestar y que yo debería haberme callado.
—¿Quién le hizo eso?¿Lo sabes?
Pude ver tus manos tiritar por un momento. Te las miraste volteando hacia arriba tus pequeñas palmas. Luego hiciste algo que me sorprendió, elevaste tu mirada lentamente hacia mi y con una voz ronca y lejana, tan distinta a la tuya, me contestaste con otra pregunta.
—¿Y tú?
¿Qué jodida cosa te iba a decir?...¿ que estaba seguro que habías sido tú? aunque parecías no querer recordarlo. Esa respuesta sería mi sentencia de muerte.
No quería morir, no sin haber resuelto el misterio. Tampoco quería herirte, no sé porque, hace apenas unas horas solo sabia de tu existencia por unas cuantas notas añejas, pero ahora... no quería hacerte sufrir, sospechaba que ya habías sufrido mucho.
—¿Tienes frío?—dije esquivando una replica que no nos serviría a ninguno de los dos. Yo perdería mi intrascendente vidita y tú, tú volverías a estar solo, extraviado entre verdades a las que temías ver a los ojos.
Me miraste. Entendiste mis motivos, sé que lo hiciste.
—Siempre lo tengo. Tanto que duele—me respondiste rodeando tu delgado talle con tus brazos—Ella, mi madre, prendía cada noche el fuego y encendía las luces. Ahora solo hay oscuridad y frío...no ha vuelto más ¿la has visto?
Mi pobre niño, que trastornada estaba tu cabecita morena.
—No, pero yo puedo prender las luces mientras regresa. Yo puedo darte calor, petit poupée—dije y me corregí al ver esa chispa en tu mirada—, quiero decir, puedo traer leña y hacer un fuego en el hogar, ¿quieres eso? podrías acompañarme a buscarla si quisieras.
Para mi sorpresa sonreíste y caminaste con ese suave contoneo tan tuyo hacia la ventana de madera. Me diste tu respuesta en medio de suspiros.
—No puedo salir. Prometí no hacerlo. Aquí estoy seguro, no pueden dañarme dentro. Adentro es bueno, es malo afuera. Allí hay hombres, ellos...
Y luego comenzaste a divagar. Apenas entendía lo que repetías en un inestable hilo de voz. Llevaste tus uñas esmaltadas de negro a tu boca y te las comenzaste a morder mientras te mecias de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás.
¿Qué hacía aquí?¿acaso buscaba volverme loco? porque lo iba a lograr.