Dos días. Dos días largos, solitarios e interminables, llenos de la nada que parecia querer consumirme por dentro, ¿dónde te has metido petit poupée? es demasiado pesada estar carga si solo la llevan mis hombros.
Cuando me harté de llamarte en vano, de buscarte sin éxito, me dejé caer en el enmohecido suelo del sótano.
¿Porqué no hallaba las fuerzas para marcharme?¿sería porque nada parecia tener sentido si no estaba donde estabas tú?¿qué me hiciste muñequita diabólica, qué hiciste con este pobre infeliz?
Seguía perdido en la maraña que eran ahora mis sentimientos y mis emociones cuando te oí. Jadeabas suavemente. Me bebí aquel sonido y deje que me recorriera entero, que me trajera el sosiego que te habías llevado al huir de mi.
Cuando tus ojos se encontraron con los míos parecías enfadado. Vestías de nuevo como una bailarina de ballet, una de tus piernas estaba imposiblemente elevada al lado de tu cabeza y te mordías el labio inferior de esa manera tan...¡qué tentación has sido siempre para mi!
—¿Qué haces?—te pregunté. En realidad no era algo que me interesara, pero ansiaba con desespero oír tu voz.
—Me estiro—respondiste—, es algo que los bailarines hacemos para mantenernos flexibles y elásticos.
Asentí, que placer era volver a verte y a escucharte.
—¿Porqué me persigues, Dorian?—me cuestionaste mientras bajabas lentamente la pierna-Porqué no me dejas ser.
¿Porqué?...
—Porque no quiero que estés solo—respondí—No soportas bien la soledad, ni el frío, ni esta noche tan larga.
Me miraste con una agudeza tal que sentí estrujarseme el alma.
—No será que el que no las soporta eres tú.
Quizás tenias razón, no lo se. Todo se esta volviendo tan abstracto para mi.
—La última vez que estuvimos juntos te hice reír—dije como si aquel pequeño logro lo explicara todo.
Suspiraste y negaste con la cabeza. Deseé ver tus rasgos con mayor claridad ¿cuántas horas más duraría esta noche?
—¿Cuánto dolor necesita un alma para redimirse?—inquiriste. Yo no tenia respuestas para eso, ¿quién aparte de Dios podría tenerlas?
—No lo sé—susurré—Pero, déjame ayudarte, quizás, si nos mantenemos juntos lo podremos saber.
Sonreíste con esa tristeza que parecía brotar desde tu interior como si tu corazón y todos tus órganos nadaran en ella, ahogados, sumergidos en litros y litros de pena.
—No quiero hacerlo otra vez, pero viniendo a mi tú me obligas—dijiste y por supuesto, lo comprendí.
No querías dañarme amor mio, pues al parecer esta tu condena, te obligaba a terminar con la vida de los incautos que se atrevían a cruzar la puerta; insensatos como yo que se arrojaban por propia voluntad a esta purgatorio sin fin en el cual vivías, seducidos, ¿y cómo no? por tu extraordinaria belleza.
—Vete. Ya no me busques-me ordenaste mientras apretabas el tul de tu falda. Negué con la cabeza, no lo iba a hacer, no iba a dejarte nunca.
Tus ojos se oscurecieron y tu mandíbula tembló.
—¡Vete, Dorian!—me gritaste—¡Lárgate de aquí!
Una dolorosa angustia invadió mi corazón. De mis ojos claros comenzaron a descender una cuantiosa cantidad de lágrimas.
—No—musité. Y agregué—Nunca.
Toda tu preciosa faz se crispó, cerraste los puños con fuerzas y te giraste hacia la pared.
—Vete—Comenzaste a repetir al mismo tiempo que estrellabas una de tus rodillas contra la pared—, vete, vete, vete, vete, vete.
Y así seguiste sin descanso, alternando tus rodillas, golpeándolas con dureza contra el muro, sin dejar de insistir en que me fuera.
"Vete, vete, vete, vete, vete, vete"
Ese clamor se me coló hasta en los huesos. Tuve que apartar mis ojos de ti cuando aparte de la sangre, que ya corría como un río entre tus piernas, comenzaron a dejarse ver los huesos de tu rótula.
Me tapé los oídos y escondí mi cabeza entre las piernas.
"Vete, vete, vete, vete, vete, vete"
¿¡Oh Dios misericordioso, cuando ibas a parar!?
No podría precisar cuanto tiempo transcurrió. Tú, yo, esa noche y esa casa, parecíamos estar ya fuera de el, sumergidos en las agónicas horas que nos marcaba esta pesadilla compartida.
Cuando deje de escucharte me puse de pie. Tardé unos segundos en abrir los ojos temeroso, y no me avergüenza decirlo, de lo que pudiera ver.
Estabas tirado en el piso de aquel sótano con los ojos muy abiertos. Tu tutu estaba empapado de sangre al igual que tus medias de naylon; los huesos de tus rodillas sobresalían grotescamente. Eras una muñeca rota
Caminé hasta ti con una lentitud apabullante. Me sentía drenado de todo vigor, completamente seco.
—Vamos a curarte, petit poupée—te dije antes de alzarte en mis brazos. Eras apenas un bultito tembloroso entre ellos.
Subí las escaleras contigo a cuestas. Tú no me dejabas de ver, y yo no podía apartar los ojos de ti, ¡Corazón, que par estamos hechos!