¡pideme Que Te Olvide!

DIECIOCHO

—¿Y a dónde vas? —Preguntó el viejito. 

Suspire. Contar mi historia en poco tiempo me había hecho sentir nerviosa de repente. 

—¡Iré a la casa de mi madre!  

Parecía que el señor se sentía más cómodo ahora que conocía los detalles del porque estaba así.  

—Pues si dices que vas a viajar hacia Acatepec, entonces no falta mucho. En quince minutos el autobús pasa por ahí. 

—¡Le agradezco por el dato! 

Él sonrió. Su mirada era tierna, cálida y las arrugas en su rostro me causaron ternura.  

—¿Segura que estarás bien hija?  

Esa palabra me sorprendió, “hija”. 

—Sí. Creo que me irá bien.  

Asintió. 

Prendí la pantalla de mi celular. Había pasado una hora y media desde que había abordado el autobús. La graduación estaba por empezar, casi era la una de la tarde y mis pensamientos me llevaron a Emilio. Él me había escrito varios mensajes y notas de voz.  

Decidí responder. Le escribí. 

Miranda: ¡Gracias por cuidar de mí! Mereces ser feliz. Estoy en deuda contigo. Eres mi sostén y mi calma. Prometo estar bien, quiero que no te preocupes más por mis problemas. ¡Te quiero! Espero verte de nuevo. 

El mensaje se envió. Vi su foto de perfil unos segundos antes de apagar mi teléfono y le tomé captura de pantalla para tenerlo en mi galería. Le quite la tarjeta SIM y le coloque la nueva, Marcos se había encargado de comprarme un nuevo número de celular. Mis brazos dolían un poco, las heridas comenzaban a tener costras. ¡Había ganado la batalla! 

El autobús se desvío de la carretera principal, vi un letrero de bienvenida muy colorido anunciando que habíamos llegado al lugar de mi origen. Se detuvo en la parada. El chófer anuncio San Francisco. 

Suspiré. Me puse de pie. 

—¡Espero que tengas éxito! —Dijo el viejito.  

Me tomo de la mano y me sonrió muy cálidamente. 

—¡Gracias! Yo también espero que le vaya bonito. 

Al bajar del autobús, escuché el sonido de mis pies impactarse contra el concreto. La puerta se cerró detrás de mí y las llantas comenzaron a moverse rápidamente. Era un día fresco, soleado. Encendí mi celular. El pueblo era pintoresco.  

Busqué la dirección en el maps. Mi destino estaba a ocho minutos caminando.  

Caminar sola en un lugar desconocido fue algo que me causo cierta emoción. Me sentía tranquila, esperanzada, feliz. Habían pasado tantas cosas, estaba superando mis traumas y estaba intentando descubrir mis orígenes. Quizá y en estos momentos todo cambiaría. ¡Había dejado muchas cosas atrás! 

Llegué a una calle sin pavimentar. 

Comencé a pensar en la graduación, en Emilio.  

Tenía que explicar muchas cosas, descubrir y aprender que la vida sigue a pesar de tener un pasado muy cruel. Sé que hay muchas personas que han estado luchando por sobrevivir al abuso y a la falta de amor. ¡A veces el miedo nos hace cobardes! Pero estoy convencida de que se puede volver a sonreír a pesar de tener el alma llena de heridas. ¡O al menos eso es lo que yo creo!  

El maps me indicaba que ya había llegado, pero realmente yo no sabía cuál era la casa. Por la calle, había algunas cuantas casas, algunos árboles y campos. Vi a una señora afuera de su casa. 

—¡Disculpe! —Le pregunté a una señora mayor—. Estoy buscando la casa de María Andrade. 

La señora se me quedó mirando. Cruzo los brazos. Aunque quizá mi aspecto era preocupante, ella pareció ignorarlo. 

—¿Hablas de la finada María Andrade? ¡Pobre muchacha! Ella murió hace como quince años, su casa era esa. 

Con su mano derecha señaló una casa, la casa estaba enfrente de nosotras y nosotras estábamos casi al final de la calle. Era una casa de color blanco, con unas rosas de castilla decorando el jardín. 

—¿Vive alguien allí? 

—¡No! Parece que el dueño ahora es su padre. Ese hombre, cómo hizo sufrir a María y su mamá. ¡Canijo de verás!  

La forma de hablar de la señora me causo gracia, ella era agradable. 

—¿Usted conoce a ese señor? 

—Hace mucho tiempo lo conocí, de vista nada más. Es un señor de la ciudad, un rico billetudo. Por eso no es capaz de pisar este suelo, ya sabes muchacha. ¡Esa gente rica que disque quiere conservar el estatus! 

Sonreí. Yo tampoco estaba contenta con mi estatus. 

—¡Ah! Si, entiendo. 

Ella asintió. De pronto curvó sus cejas. 

—¿Y por qué tanto interés en esa familia? Digo, nunca te había visto por aquí. ¿Escapaste de alguna pelea? 

—Pues resulta que soy hija de María Andrade y sí, escapé de una pelea. 

La señora se sorprendió.  

—¡Enserio! ¿Cómo es eso posible? 

Baje la mirada unos segundos. 

—Si usted supiera… es una larga historia —hice una pausa—. Me llamo Miranda, mucho gusto en conocerla. ¿Y usted cómo se llama? 

—¡Igualmente! ¡Un gusto en conocerte! Yo me llamo Francisca, pero en el pueblo me conocen como doña Fran. ¡Puedes llamarme Fran! Yo vivo aquí, es tu casa también. 

Estrechamos nuestras manos. Parecía que seríamos buenas vecinas. 

—¡Muy amable! Le agradezco. 

Ella asintió. Su cabello estaba trenzado y había listones enredados en sus trenzas.  

—De nada muchacha y dime. ¿Viniste tu sola? 

—¡Sí! Estoy sola por el momento. 

—¿Segura que estás bien? Ahora que te veo mejor, tienes muchas heridas en los brazos. ¿Qué te pasó? 

Aunque hablar con doña Fran era algo como una buena bienvenida a San Francisco, preferí terminar la conversación con ella. 

—¿Le parece si le cuento después? ¡Me gustaría poder llegar a la casa de mi madre! 

La casa de doña Fran era bonita, la fachada estaba pintada en color rosa. Me despedí de ella y caminé hasta mi nuevo hogar. Me sentí nerviosa. ¿Y qué tal si esto era una broma? Abrí mi mochila, saqué el sobré de papel que Martínez me dio en el restaurante. En el testamento venía la llave de esta casa, la casa de María. Tomé la llave, miré unos segundos la cerradura y decidí abrir. Gire un par de veces hasta que al fin la puerta se abrió.  




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.