Abrió sus ojos al sentir unos dedos finos deslizarse por su espalda. Se encontraba en su habitación con una mujer pelirroja que descansaba a su lado, mirándole con deseo. De reojo, miro el reloj de la pared. Sintió un escalofrió al ver la hora. Se levantó de la cama, dejando salir un sonoro bostezo e ignorando a su acompañante. En otras circunstancias, atendería sus deseos sin pensarlo. Pero esta vez, el tiempo apremiaba.
Se introdujo en el lujoso baño, entrando en la ducha de azulejos color marfil. Lavó de su cuerpo los rastros de la noche anterior. Ya podía escuchar su celular sonando con fuerza en la mesita de noche de su habitación. Respiro agitado y tomó una de las suaves toallas pasándola por su cuerpo, luego, la envolvió con rapidez en su cintura para salir apresurado del baño, abriendo su armario y sacando la ropa con brusquedad.
La mujer seguía cada uno de sus movimientos con la vista, su ancha espalda que se tensaba mientras colocaba la camisa encima, sus piernas tonificadas y sus manos fuertes. Su cuerpo que parecía tallado por los mismos dioses se movía con una gracia característica por la habitación. No pudo contener la risa cuando tuvo problemas para anudarse la corbata. Él le miro, recordando su presencia al escucharla.
—Lo siento, Ximena, pero debes irte. Tengo una reunión a las diez y como lo habrás notado, voy excesivamente tarde— le aviso. Ella asintió sin molestarse, ya estaba acostumbrada a los desvaríos constantes de aquel hombre. —. ¡Hay leche y cereal en la cocina por si quieres desayunar! — grito antes de salir tomando las llaves del auto y haciendo un gesto exagerado de despedida. Solo pudo reír de nuevo. Vaya loco tenía por mejor amigo.
—Hola… ¿mami? Si, lo siento, sé que voy tarde… —Adrián abrió la puerta de su Audi azul cielo, adentrándose en él. Le costaba introducir la llave para arrancar con una sola mano, gruño. —. Sí, sé que es importante para ti. Voy en camino, diles que me enferme… si, ya se, nos vemos en un rato.
Después de luchar un poco más para encender el automóvil, manejo de manera frenética por las calles, se saltó varios semáforos y casi atropella un gato. Se estaciono en el primer lugar que encontró, que por suerte, no era para discapacitados. Con una multa era suficiente. Sin querer, vio su reflejo en los vidrios del vehículo, se percató que una americana color crema no se veía nada bien con unos pantalones negros y una corbata azul. Volvió a gruñir, quitándosela para dejarla tirada en el asiento trasero.
Camino a la entrada del edificio. Puso su sonrisa más linda para su madre, que lo miraba iracunda en la puerta, hizo el típico gesto de tocar su muñeca repetidas veces. Indicándole lo tarde que iba.
—Lo siento…— murmuró al llegar a su lado.
—Más te vale que lo hagas—respondió entre dientes, adentrándose, la siguió sin chistar.
Podría tener veintisiete años, vivir solo, ganar mucho dinero. Pero todo eso, no le impedía sentir muchísimo miedo de la mujer que lo trajo al mundo. Carmen Saavedra tenía cuatro hijos, un corazón de oro y un carácter digno de un militar muy bien entrenado. Después de todo, con un esposo músico que pasaba semanas fuera de casa, alguien tenía que encargarse de los chiquillos ruidosos que no paraban de destruir todo a su alrededor.
Cuando llegaron al lugar donde les esperaban las demás personas, noto como sus hermanas menores rodaban los ojos. Gabriela y Alejandra eran gemelas, tenían dieciséis años y uno de sus pasatiempos favoritos era hacerle la vida imposible a su hermano mayor. Junto a su madre, eran los únicos miembros de la familia en aquella sala.
Tenía otro hermano llamado Carlos, que lograba escabullirse de las pretensiones de Carmen por el simple hecho de estar casado. «Ya tendrás ese privilegio cuando sientes cabeza» decía mientras le palmeaba el hombro. Él se negaba, prefería mil veces hacer lo que su madre le pidiera a atarse a alguna persona. Veía a su hermano dejar compromisos, cancelar reuniones familiares y hasta salirse del trabajo solo por su esposa. Algo impensable en él.
—Adrián, es un gusto verte— uno de los ejecutivos estrecho su mano con fuerza. —.Tu madre nos contó que tuviste ciertos… problemas estomacales esta mañana, por eso nos alegra que hayas podido venir—su mandíbula se desencajo de la impresión. Escucho una leve risa de las gemelas y miro a su madre, que sonreía divertida a los hombres. Asintió avergonzado. Había captado el mensaje, no iba a volver a llegar tarde.
—Bien—carraspeó uno de ellos, sacándolo de aquel momento incómodo —. Hablábamos, Adrián, de que todas las aulas de la escuela ya se encuentran equipadas. Los parámetros de seguridad están en orden y el profesorado está preparado para empezar.
— ¿Entonces, para cuándo podremos inaugurarla? —preguntó su madre ilusionada. Sonrió enternecido. Cuando le hablo sobre crear una escuela de arte para niños discapacitados, no pudo negarse a financiar su proyecto. Trabajo con esmero por meses, yendo de un lado para el otro, buscando terapeutas, profesores, permisos. Le hacía feliz ver sus sueños hechos realidad, su madre había dado todo por ellos y se lo merecía por completo.
—Cuando su hijo crea conveniente…— todos los ojos de la sala se fijaron en él. Se encogió de hombros.
—Mañana mismo me parece bien— un grito de emoción se escuchó en la sala y todos sonrieron.
—Mañana será.
La reunión fue mucho más corta de lo esperado. Debido a que solo quedaban unos pocos detalles, como llamar a la prensa y concretar la hora en la que sería abierto el local. Se despidieron de los ejecutivos y su mamá lo abrazo con fuerza.
—Gracias hijo, gracias— correspondió a su abrazo con una sonrisa.