Isabela canturreaba frente al piano, contenta, esperaba a que los niños llegaran. Su buen humor hacia que tuviera aún más ganas de enseñar, cosa que le encantaba.
La mañana en casa de Adrián había sido maravillosa a niveles inimaginables; desayunaron juntos, hablaron toda la mañana y le había lavado su ropa usando el pretexto de que estaba empapada de anoche y no podía trabajar de esa forma. Un gesto quizás demasiado íntimo, pero le había encantado. Después de todo, nadie más que su madre se había tomado ese tipo de molestias por ella.
Una vocecita en su interior le decía que no lo merecía, que debía renegar de su amabilidad y escapar de él. El pasado seguía muy plantado dentro de ella, le era difícil superarlo. Se maldecía a menudo por ello, porque al fin y al cabo, la única culpable de todo lo ocurrido era ella.
Se mordió el labio al recordar cómo le había contado todo de golpe a Adrián, aún le sorprendía que no la hubiese echado de su casa al instante, al contrario, se había portado más atento. Todo lo contrario a su ex.
Su ex, se estremecía cada vez que pensaba en él, aunque su rostro se tornara borroso, sus insultos y sus desprecios no lo eran. Recordaba todas las veces que le hizo ver que no valía nada, que toleraba su presencia solo por caridad. Aun lo creía, pero si era sincera, se sentía tan sola...
Aparto esos pensamientos de su mente, regresando a la realidad. No quería arruinar la buena vibra que se había creado en la mañana por él. Tenía tres años sin saber nada de su existencia y así era perfecto.
Escucho a los niños entrar, sonriendo, se sentó frente al piano, su viejo amigo. La música era lo más importante en su vida y le gustaba muchísimo compartirla con niños en su misma condición, aunque la de ella no fuera de nacimiento. Se arrepentía mucho de no haberse dado cuenta antes de muchas cosas y la poca atención que prestaba a las personas discapacitadas.
Cuando estaba en sus cinco sentidos, solo importaba la bendita universidad, mantener el novio y ser siempre bonita. Todo era hueco, vacío. Echaba de menos su educación, le hubiese gustado acabar su licenciatura. Aunque, esta vez con calma y sin estrés, la vida es demasiado corta y puede cambiar en un segundo como para sufrir por calificaciones. Cosa que tuvo que aprender a las malas, por supuesto.
El recreo llego entre risillas, varios niños se acercaron a regalarle galletas. No solía bajar al jardín donde salían todos, ya que le era fastidioso bajar las escaleras y no se animaba a pedir ayuda, por lo que pasaba todo el día en el aula.
Sin embargo, nunca faltaba compañía.
— ¿Puedo pasar? — sonrió al escuchar a Nicolás, desde hace algunos días empezaron a hablar y se habían hecho buenos amigos.
—Como siempre, eres bienvenido— se levantó del piano, sentándose en la pequeña alfombra donde los niños se sentaban también. Sintió como Nicolás hacia lo mismo en frente suyo. Le ofreció una de las galletas que le habían regalado, pero él declino de su ofrecimiento con amabilidad.
Nicolás quería saber que rayos había pasado con ella y Saavedra ayer, pero no tenía el valor de preguntárselo. Prefirió conversar de cosas banales hasta lograr sacar el tema con discreción
— ¿Y qué tal te fue anoche? — preguntó, tratando de sonar casual.
—Fue... fue muy bien— ese bendito tono de adolescente enamorada. Hizo una mueca de disgusto ante la idea —. Lamento haberte preocupado, fue muy egoísta por mi parte.
—No es problema— a pesar de que su tono de voz fue suave y conciliador, su expresión no tenía nada que ver con la felicidad, agradecía que ella no pudiera verlo, pero para él que se sintiera tan feliz al lado de Saavedra era insultante —. Ya que estas tan bien... me gustaría saber si quieres tomar un café conmigo— ella negó de inmediato, dándole un mordisco a una de las galletas.
— Lo siento pero mañana tengo una cita importante y debo prepararme mentalmente para ello, hace mucho que no tengo una cita — gruño levemente, sabía a qué se refería, la bendita cita que Saavedra había mencionado por teléfono.
— ¿No has pasado ya demasiado tiempo con Adrián?— su tono de voz fue más brusco de lo que pretendía, se sonrojo al verla fruncir el ceño. Una disculpa estuvo a punto de salir de sus labios cuando la puerta se abrió de golpe, dejando ver a una chica de cabello negro, sonriente.
La joven lo miro fijamente por unos segundos, sus ojos grises le daban la clara señal de que era una de las gemelas Saavedra, pero no tenía idea de cuál. Nicolás le devolvió la mirada, a lo que ella la aparto de inmediato.
— ¡Isabela! He venido a ayudarte con tu clase— exclamo la muchachita, sentándose al lado de ellos como si fuera su casa. Isabela rio ante la intromisión, negando.
—No tengo problemas en que me ayudes, Gabriela... pero estaría bien que tocaras antes de entrar, tengo compañía aquí— le reprendió con suavidad y la muchachita volvió a observarlo, analizándolo. A sus veintiséis años, Nicolás aún odiaba que lo miraran mucho, quizás esa era una de las razones por las que quería salir con Isabela, le daba gusto no sentirse observado. Bajo la vista, jugando con las solapas de su saco mientras esa niña no paraba de mirarle. ¿Pero qué le pasa?
—Lo siento, Isabela, no lo volveré a hacer— pronunció de repente Gabriela. Isabela suspiró, con una sonrisa en sus labios, al menos había olvidado su falta de estribos de hace un momento. Cuando empezaron a hablar entre ellas, de inmediato se sintió en un mal tercio, así que opto por levantarse. Se despidió educadamente de ambas y salió del aula, maldiciendo levemente sus fallos anteriores.
Lo que no se dio cuenta, fue de esos ojos grises que aún seguían cada uno de sus pasos