Para ser soldado, había que pasar tres años de duros entrenamientos físicos y de disciplina, maniobras militares, combate con espada y escudo. Leon había entrenado muchas veces combatiendo contra sus amigos y compañeros de escuadrón, pero, a pesar de ello, nunca había oído el sonido que hacían los huesos al partirse contra el escudo.
Hasta aquel día.
El muerto cayó hacia atrás, con un crujido, y acto seguido se volvió a levantar, gracias a la magia negra que poblaba sus venas, pero el chico ya estaba preparado, y le enterró la espada, que brillaba tenuemente por el hechizo, en el cráneo, haciéndolo derrumbarse para no levantarse más.
Sin embargo, no podía permitirse celebrarlo, ya que otro monstruo de magia oscura lo atacó por la espalda. Dando una vuelta, lo rechazó con un golpe de escudo. Otro se lanzó hacia él, pero él le metió la antorcha, que sujetaba con la misma mano, en la boca, inflamando su garganta y paralizándolo el tiempo suficiente para ensartarlo con su hoja.
No le dio tiempo a detener al siguiente, pero no fue necesario: Una flecha hechizada de la elfa se lo quitó de encima. La elfa se había quedado en la retaguardia, donde su arco era más mortífero, y repartía flechas luminosas, impregnadas – como la espada de Leon – de magia de Klynian, sagrada y mortal para las criaturas de magia negra. Pero, a pesar de todo, no era fácil, ya que la antorcha sólo iluminaba hasta cierto punto, y los monstruos estaban por todas partes.
Pero ellos tampoco estaban solos. Slothor, el enterrador, estaba allí. Y tanto Chanty como Leon daban gracias al cielo. Cuando los monstruos se lanzaron por él, se dieron cuenta de que, ciertamente, no era la primera vez que debía enfrentarlos: Su maestría rechazándolos, con la pala en una mano y el hacha de cortar leña en la otra, era envidiable.
Precedido por gritos salvajes, el enterrador, decrépito y gastado, ahora se movía con una maestría que no hubieran creído posible en un hombre de aquella edad, deshaciéndose como si nada de los muertos con la pala, barriéndolos hacia los lados o metiéndosela en la boca antes de rematarlos con un certero hachazo en la frente. Uno se le lanzó a la espalda, pero, ni lento ni perezoso, echó atrás la empuñadura de la pala, rechazándolo y haciendo un giro con el hacha que acabó con él.
La oscuridad nocturna poblaba el bosque, y a pesar de las antorchas no se alejaron mucho de la cabaña, pero no lo necesitaban. Sabían que, si se alejaban, si se apartaban del grupo, estaban destinados a que los rodearan. Destinados a morir.
Así que lucharon. Atrajeron hacia sí los monstruos, alejándolos de la puerta del cementerio y del mundo exterior. A Chanty se le acabaron las flechas, así que desenvainó la espada, irradiando su tenue fulgor, y la hundió entre las filas de no muertos, purificándolos uno tras otro, a pesar de que aquello no parecía tener fin.
– ¡A la cabeza! – Gritó Slothor. – ¡Denles a la cabeza! ¡Eso los detendrá por ahora!
No tenía que decírselo, ya que no era su primer encuentro con la magia negra, pero lo hacían, vaya que si lo hacían. Tal vez no fuera tan útil como creía el enterrador, pues ellos sabían que sólo se destruirían mediante fuego o magia de Klynian, pero destruir su cabeza impedía sus movimientos.
Así que Slothor luchó. Luchó junto a Leon, junto a su nuevo compañero de fatigas, repartiendo hachazos y palazos por doquier.
Mirándolo, en batalla, parecía un hombre distinto del que se les había presentado: Había perdido la joroba, ganando en dignidad, y sus gritos de guerra más que de un viejo enterrador, parecían de un guerrero, de un bárbaro. Alguien olvidado por el tiempo, olvidado por la propia Chanty. Guerras de otros tiempos, soldados de otros tiempos. Elfos, hombres… En la batalla, todo se confundía. En los tiempos de la vida y la muerte, los cuervos devoran a todos por igual. Y, entre aquella marabunta de hombres, de sangre y de metal, él sobresalía, lanzando gritos entre los enemigos, hundiendo sus hachas en cráneos, masacrando a diestro y siniestro.
¿Podía ser? Cuando el sepulturero detuvo uno de los no muertos con la pala, Chanty creyó ver en él a un hombre que rivalizó con los elfos en destreza, con los bárbaros en ferocidad. Aquello le pareció que había sucedido hacía apenas una estación, pero se dio cuenta de que esa guerra había ocurrido hacía más de treinta años. Y sintió un vacío en el estómago, y una punzada en el brazo.
No. La punzada no era cosa suya. Era cosa del monstruo que se había aferrado a ella con los dientes, y trataba de arrancarle un pedazo. Se lo fue a quitar, pero otro se le tiró encima por la espalda. Y otro, y otros dos por delante, y, uno a uno, los muertos vivientes de manos negras y alma maldita la cubrieron, gritando enloquecidos.
– ¡No! – Gritó Leon, lanzándose a por ella. – ¡¡Chanty!!
– ¡Espera! – Lo detuvo Slothor, frenándolo con la pala ensangrentada en el abdomen. – ¡No seas loco, son demasiados!
– ¡Pero la matarán! – Gritó nuevamente, impotente, deshaciéndose de un monstruo que había intentado agarrarse a su espinillera con un golpe de escudo. – ¡Hay que hacer algo!
Pero no era cierto. No tenían que hacer nada. Porque, un instante después, un rayo de luz salió de la masa de no muertos, en dirección al cielo. Y otro. Y otro. Pronto, todo el interior de la masa refulgía como si una estrella hubiera bajado hasta ellos. El sepulturero se cubrió los ojos, Leon también se protegió. Y entonces…
– ¡Juicio de Klynian! – Se oyó una voz potente procedente del interior de la masa, y explotó a cámara lenta. Chanty estaba allí, ilesa y brillando intensamente, con el ceño fruncido, y espada en mano. Los monstruos de magia negra volaban por los aires, lento, casi como si se encontraran suspendidos, y, aunque no podía moverse, Leon fue consciente de cómo la elfa se lanzaba hacia ellos, matándolos uno tras otro, atravesándolos, decapitándolos. Cuando cayeron al suelo, un segundo después, los diez no muertos habían sido purificados, y, Chanty los miraba desafiante.
Editado: 14.05.2020