Plaga: Invierno Negro

Capítulo 13. – La Elfa Roja

La elfa roja se movía al son de los tambores, haciendo ondular su cuerpo y sonar las piezas doradas de su vestimenta.

Una gran cantidad del mundo conocido, es decir, el continente, estaba habitada por una cantidad igualmente grande de elfos. Muchos años más tarde, gente como Aion I o el sultán Turmak el grandioso conseguirían unirlo en un gran Imperio temido por el resto de naciones, pero, durante la época en la que se desarrolla nuestra historia, el territorio todavía estaba dividido en pequeños reinos, y los elfos, divididos en varias razas.

Por ejemplo, el Reino de Valarys, que hacía frontera con territorio humano, estaba habitado mayormente por elfos de las llanuras, un pueblo de piel blanca y rasgos hermosos, muy similar a los humanos del sureño reino de Arquilia a excepción por las orejas.

No obstante, no eran la única raza que existía allí, y su color de piel, de hecho, era de todo menos común. Puede que lo compartieran con los aristocráticos Altos Elfos, “nacidos para mandar”, pero hasta ahí llegaba. Por ejemplo, el noreste estaba habitado por las naciones de la selva Darbath, desde los pequeños elfos–duende de orejas puntiagudas hasta los silenciosos elfos verdes, con miradas profundas y voces tenues. El nordeste, por su parte, estaba habitado por seres oscuros, de pieles grises y ojos rojos, que se ocultan en lugares oscuros y cazan durante la noche, y la región de Arcadia posee habitantes de piel azulada, gracias a la hierba de la que se alimentan. Y, al sur, a lo largo de la costa y en la montaña, donde las temperaturas podían superar los cuarenta grados en la estación estival, vivían los elfos rojos.

Como es habitual en los elfos, que también podían ser verdes, azules, blancos u oscuros, el nombre de “elfos rojos” no era más que eso, un nombre. Su piel en la mayor parte de los casos no es roja, sino desde un gran espectro de colores que va desde el tostado claro de una playa, hasta el negro carbón de una playa, ésta vez volcánica, cuyas arenas, como todo el mundo sabe, son casi negro noche.

Los elfos rojos, por tanto, eran de todo menos rojos, y vivían bajo el ardiente sol de Shakash, “la playa de Akash”, con una sangre más ardiente todavía.

Al contrario que el resto de los elfos, que levantaban grandes ciudades, ya sea de troncos, piedra o cristal, las ciudades de los elfos del desierto eran de tela, y su grandiosidad sólo duraba unas pocas noches, tras las cuales los grandes clanes empacaban y se marchaban, siguiendo corrientes que sólo ellos conocían, recorriendo el desierto en busca de pastos para sus animales, tesoros para sus clientes, y lunas para sus bailes.

Porque sí, además del calor y el nomadismo, la vida de los elfos rojos se regía por los bailes. Bailes ardientes alrededor de enormes hogueras, levantadas apuntando a la luna, diosa principal de su panteón. Filas de elfos rodeándolas, con las manos alzadas, ofreciéndole a la luna llena sus almas y sus posesiones en noches encantadas, que dejaban embelesados a sus visitantes.

Ese fue el caso, por ejemplo, de cierta niña elfa, que más tarde – siglos más tarde – sería llamada Chanty. Tras perder a sus padres, había sido acogida por una caravana de comerciantes humanos, no tan desconfiados como el resto de su especie, que viajaban de punta a punta del continente intercambiando sus mercancías. Así, la pequeña se había criado lejos de la severa educación elfa, correteando entre chiquillos apenas conscientes de que sus orejas eran distintas y que no le obligaban a aprender absurdas fórmulas protocolarias.

Vivía feliz, viendo mundo y sin preocuparse de nada más que del pequeño conejito que había visto saltando, de las historias que contaría la gente de aquella taberna o de cuánto dinero era capaz de conseguir del ignorante y pretencioso elfo que quería comprarle pirita a precio de oro.

Viviendo así, al día a día, conociendo la sencillez, es normal que la pequeña Chanty – la llamaremos Chanty para facilitar la identificación con su versión adulta – se mostrase más que sorprendida con aquellos elfos morenos.

Los elfos que había visto hasta el momento – que eran considerables, teniendo en cuenta su corta vida – habían sido aburridos y protocolarios, empeñados en sus fórmulas y su educación, creyéndose por encima de los comerciantes humanos. Eso era algo que, por lo general, hacía más fácil para éstos el cobrarles al alza, pero Chanty creció aborreciendo esa versión de su raza, pensando que, tal vez, si hubiera tenido mala suerte, le habría tocado ser una de ellos.

Sin embargo, aquellos elfos eran distintos. Cuando los saludó, la madre del clan no lo hizo mirándolos hacia abajo, ni en una posición desde la que se observase su superioridad de condiciones. Lo hizo descalza, sobre la arena, agarrando por los cuernos una cabra rebelde y con una gran sonrisa en los labios.

Ya caía el sol, así que, según dijeron, las transacciones podían esperar al día siguiente. Aquella noche, los elfos bailarían.

Chanty no había visto nunca bailar a un elfo. Sabía que ocurría, en grandes salones donde el suelo y las paredes brillaban, y sabía que tenía aún más protocolo que la rutina diaria. Pero con aquellos elfos, pronto se pudo dar cuenta de que las cosas eran distintas. Ellos no servían a un señor, no eran seres extraños que ocasionalmente hablaban con los mercaderes para comprarles comidas y venderles extrañas estatuillas de madera. Aquellos elfos eran seres vivos, que vivían en tiendas de campaña, como ellos cuando dormían en el camino, y que comían, vivían, sentían y reían como los demás.

Las mujeres vestían pañuelos sobre pañuelos, prendas amplias con monedas en los extremos que tintineaban cuando se movían, y tenían monedas en el cabello, que tintineaban cuando no, además de coloridas flores del desierto.

Eso eran, flores del desierto, libres y vivas. Los mercaderes se instalaron en medio del asentamiento elfo, poniendo sus tiendas, y los pequeños pronto se vieron inundados de una gran variedad de estímulos desconocidos. Fuegos especiados, que ardían de varios colores y olían de muchos más, tiendas coloridas… Ocasionalmente alguna discusión estallaba, y alguien sacaba un cuchillo, pero no tardaban mucho en echarse a reír y guardarlo, retando a su enemigo a un concurso de bebida para solucionar la disputa.



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En el texto hay: aventura epica, accion, medieval

Editado: 14.05.2020

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