Es historia conocida, que luego de la revuelta de Nika, el emperador Justiniano tomó la decisión de emprender la reconquista del occidente romano para restaurar así la gloria de antaño. Para lograrlo, envió a sus mejores generales y un grupo poco numeroso de valerosos soldados a recuperar las tierras de la antigua Roma, hoy en manos de los bárbaros.
Lo que el emperador ni nadie en su hermética corte imaginó jamás, era que su principal preocupación, el real motivo de su paranoia y la verdadera causa de su eterno desvelo sería una mujer. No, no es lo que están pensando; el emperador jamás hubiera engañado a Teodora más no sea por su propia seguridad. ¿Entonces, qué mujer tenía la capacidad o el poder de acaparar por completo la atención de Justiniano El Grande? Precisamente una cuyo único pecado había sido nacer en la familia equivocada.
Miembro destacada de la nobleza, esposa de un general prestigioso, madre de una niña encantadora y dueña de una incalculable fortuna; Ania Drusila se ve obligada a abandonar cuanto conoce, cuando las sospechas infundadas de traición recaen sobre ella y se vuelve, de la noche a la mañana; entre gallos y medianoche en un blanco a eliminar.
Ahora, mientras huye por los confines del imperio, llegando, incluso, a lugares impensados, deberá aprender a vivir como una plebeya, mezclándose entre los comunes, en permanente estado de alerta, ocultándose hasta de su propia sombra para poder llevar a cabo su alocado e inverosímil plan, ese en el que ha depositado todas sus esperanzas: reunirse con su esposo más allá del Mare Nostrum o lo que es igual, el inefable Mediterráneo.