Plebeya

Capítulo V. El secuestro.

El viaje era en extremo agotador. Amén del largo trayecto que debían recorrer, por caminos sinuosos, alejadas de los senderos para evitar a los soldados e incluso a cualquier malviviente a la pesca de los bienes ajenos; la pequeña Caterina no podía pasar días enteros a la intemperie, soportando temperaturas extremas; de allí que cada tanto, Ania decidiera suspender el galope para abrigar, con el calor de su cuerpo, a su hija que sin comprender el por qué se había transformado en un daño colateral, una víctima indefensa de aquella siniestra estratagema diseñada y ejecutada en los albores de una oscura noche en el palacio real.

En ese contexto desesperanzador, era una utopía pretender llegar a Ancara sin hacer escala en cualquier otro sitio que les permitiera, al menos, acicalarse, alimentarse y entregarse a los brazos de Morfeo para recuperar fuerzas y vigorizar un espíritu alicaído. Sin embargo, pese a la decisión tomada, no era sencillo encontrar un lugar que garantizara no solo seguridad sino, y por sobre todas las cosas, anonimato. Estaba convencida de que una casa de familia no era opción. La experiencia en casa de Fausta y Clodoveo le había enseñado a no poner en riesgo la vida de terceros en su intento por sobrevivir. Una posada era la mejor alternativa aunque tenía muy claro que una mujer sola con una bebé no pasaría desapercibida y levantaría sospechas o al menos curiosidad en los habitantes chismosos de cualquier lugar.

No había opción. Debía arriesgarse. Utilizando viejos caminos abandonados, escondidos en algún recoveco del olvido del tiempo, lograron arribar a Calcedonia sin tener que lidiar con los oficiales que custodiaban el ingreso a la ciudad.

—Bienvenida a mi humilde hogar —dijo el posadero dándole la bienvenida a Ania que se mostraba decidida, prepotente; consciente de que la timidez o la vergüenza eran atributos que no debía regalar en un ambiente como ese.

—Buenos días señor, estoy buscando una habitación donde poder hospedarme un par de noches.

—¿Para usted sola? —preguntó sin importar la indiscreción, algo sorprendido por lo inusual de la escena.

—No estoy sola —dijo en clara alusión a la bebé que llevaba en brazos.

—Por supuesto —sonrió—. No pretendo ser descortés pero ¿la señora tiene con qué pagar?

—No hubiera venido de otro modo —dijo en tono serio, con cara de pocos amigos, arrojando sobre el mostrador de madera una moneda de plata con la que bastaba para solventar los gastos de varias semanas de estadía.

—Justo se desocupó nuestra mejor habitación —dijo tragando saliva, mientras guardaba presuroso la moneda entre su ropa—. Caminando por el pasillo, es la última puerta a la izquierda.

—¿A qué hora puedo ordenar algo de comida? —preguntó antes de marcharse.

—Enseguida le preparo algo, no se preocupe —respondió regalándole su mejor sonrisa, preso todavía de la emoción por el pago recibido.

—Ah, una cosa más —dijo Ania deteniendo su andar a mitad de camino— ¿Podría pedirle algunas cubetas con agua caliente? Quisiera lavarme un poco; el viaje ha sido arduo.

—Enseguida señora.

No pudo evitar notar la soledad de aquel lugar. Pese a los torpes esfuerzos del dueño por inventar una demanda excesiva, la falta de clientes se evidenciaba en el silencio ensordecedor que moraba en cada mesa vacía, esas que no lograban recordar cuándo había sido la última vez que alguien posó un vaso sobre ellas.

No era la comodidad a la que estaba acostumbrada pero podía afirmarse, sin temor a equivocación, que ese pequeño sitio en medio de la nada era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo, máxime cuando afuera la lluvia volvía a hacerse presente y el gélido frío era amo y señor de aquella parte del imperio. Por fin, además, tenían una cama medianamente decente donde poder descansar; sobre todo la pequeña Caterina que no había conocido otra cosa más que duros pisos y mantas ajetreadas desde que abandonó la comodidad de su ajuar en la villa.

—¿Extrañas a papá? —preguntaba con los ojos llorosos y la voz quebrada mientras mecía en sus brazos a la pequeña—. Yo sé que sí. También lo extraño. ¿Sabes qué es lo más gracioso? —continuaba mientras secaba sus lágrimas con las palmas de las manos— qué no tiene ni la menor idea de nuestra situación —dijo esbozando una sonrisa—, y está peleando y ofrendando su vida por el hombre que arruinó nuestra existencia. Sí, sé que no es su culpa, que lo ignora, que regresaría sin dudarlo si supiera de nuestra condena; pero no está, tal vez jamás volvamos a verlo.

Una serie de golpes suaves sobre la puerta, interrumpieron su monologo y la dispusieron a dirigirse a la entrada donde, intuía, el posadero aguardaba con las cubetas antes solicitadas.

—Enseguida voy —dijo mientras batía su rubio cabello y parpadeaba intentando simular el mal trance por el que atravesaba.

Podrá argumentarse descuido, exceso de confianza, cansancio; pero nada, ninguna excusa que pudiera esgrimir le serviría jamás de consuelo cuando al abrir, tres hombres desbocados, se le abalanzaron con enjundia, sin compasión y luego de reducirla con facilidad, sujetándola encima de la cama, uno de ellos la amordazó para evitar los desaforados pedidos de auxilio que nunca alcanzó a gritar, mientras sus secuaces revolvían con premura la habitación, con un grado de violencia inusitada.



#30037 en Otros
#2023 en Novela histórica
#45701 en Novela romántica

En el texto hay: historia, romance, aventura

Editado: 02.10.2018

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.