Plebeya

Capítulo VIII. La sirvienta

—Hemos llegado y según parece justo a tiempo —dijo Taribo luciendo una larga túnica negra sobre su cabeza.

—No me gusta nada esta aglomeración —respondió Ania sin desmontar de su caballo, evidenciando signos de preocupación.

La ciudad de Ancara estaba revolucionada. Todo el pueblo se encontraba reunido en la plaza principal, a las afueras del castillo, residencia de Ticiano y sede del gobierno de la provincia. Esclavos, aldeanos, artesanos, comerciantes, busca vidas, cortesanas y, desde luego, las familias más adineradas se dieron cita para festejar, para compartir la alegría de la buena nueva que invadía de emoción y regocijaba los rostros siempre tristes de unos padres frustrados que por fin volvían su sueño realidad.

La expectativa era infinita. La multitud se escabullía a los empujones pretendiendo obtener un lugar de privilegio en aquella jornada que se vivía, poco menos, como una coronación en la que nadie quería –ni debía- perder su ubicación en el pináculo de la historia. Allí, donde se desarrollan los acontecimientos trascendentes, donde se toman las decisiones que trazaran el devenir de la vida y donde se tejen todo tipo de nefastas y oscuras conspiraciones que atentan contra la bondad del pueblo llano, estaba por ver la luz la futura heredera.

Ania, mientras tanto, avanzaba por un costado, cubriendo su rostro con un paño blanco que pretendía ocultar su identidad de las personas equivocadas, haciendo todo tipo de malabares sobrehumanos para soportar lo que no tenía modo de detener.

Ahora sí estaba perdida. La llama que iluminaba su camino estaba por desvanecerse para siempre y ella solo podía atinar a otear resignada, desde una platea preferencial, el ocaso, un viaje irremontable hacia el averno. Y es que mientras para todo el público era una jornada digna de recordar por la algarabía compartida, para la otrora Señora de Constantinopla era el trago más amargo, imposible de digerir, imposible de tolerar.

Tenía que hacer algo, no podía quedarse de brazos cruzados mientras Caterina se posaba sobre los tibios brazos de una impostara que jugaba a ser su madre, despojándola de su verdadera identidad y de los lazos amorosos que hasta hoy la unían a la casa Julia.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Taribo haciendo a un lado su túnica, mirando con preocupación a su compañera—. Hay guardias por todas partes, en mi vida había visto tanta seguridad en un lugar, es como si se prepararan para la guerra.

—Los verdaderos hombres romanos están ahora peleando en el extranjero por nuestro imperio, los que ves allí no son más que monigotes disfrazados, jugando a ser soldados de porcelona, alejados del peligro y despojados de toda gloria —dijo con los ojos repletos de ira, más por la barrera inexpugnable que significaban esos hombres para el cumplimiento de su meta que por lo que en realidad pudiera pensar sobre su hidalguía.

—Entiendo lo que dice pero no hallaremos modo de burlar sus líneas; tal vez debamos rodear el castillo y averiguar si existe alguna entrada secundaria o recoveco por el que podamos adentrarnos sin ser vistos.

—¿Y de qué serviría?

—¿Disculpe?

—Ellos no renunciarán a mi hija; nos asesinarán antes de dejarnos hablar, antes de que podamos siquiera reclamarla.

—Pero usted es Ania Drusila Julia; su estirpe es bien conocida y respetada a lo largo y a lo ancho de esta tierra bendita.

—Mi nombre ha caído en la infamia; y tiene precio mi cabeza…

—Entonces déjeme ir a mí; yo traeré a su pequeña.

—He venido hasta aquí para salvar una vida, no para perder la de un buen amigo —dijo tomándolo de la mano, agradeciéndole el valeroso gesto.

—Me niego a creer que ha pasado tanto tormento, codeándose con la fría muerte para rendirse con tanta facilidad.

—No me estoy dando por vencida; solo estoy pensando que tal vez mi hija pueda tener la felicidad que merece a cobijo de Crispina. Yo solo puedo ofrecerle penuria, hambre y frío.

—¿Qué hay del amor de madre? Pensaba que no existía nada más grande en el mundo.

—¡Mírame! —dijo abriendo sus brazos de par en par, exponiendo la túnica mugrienta que la vestía—. ¿Acaso te parece que tengo algo que ofrecerle?

—Hay cosas mucho más importantes que las materiales Mi Señora; incluso mucho más trascendentes que dudosos títulos nobiliarios que solo tiñen de importancia una vida vacía basada en la opulencia.

—No sabes de lo que hablas; siempre has vivido en la miseria entonces eres incapaz de apreciar las bondades que trae aparejada la riqueza.



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En el texto hay: historia, romance, aventura

Editado: 02.10.2018

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