Rebecca estaba cansada a niveles que ya ni sabía describir. Había pasado del “me duelen los pies” al “creo que mis pies dejaron de existir”, y sinceramente, ni tenía intención de investigar si seguían ahí. Porque no era para menos. Tenía dos empleos. Dos. Desde hacía tres meses no solo trabajaba como guía en un museo durante el día, sino que también como mesera en un bar por las noches, rodeada de compañeros que no pasaban los veinte y que usaban palabras que ella necesitaba googlear en su pausa de cinco minutos.
No es que se considerara vieja, claro que no. Treinta y cuatro no eran nada... en teoría. Pero a veces, entre los turnos interminables, los horarios absurdos y las canciones que ponían en el bar (todas sonaban igual) sentía que el mundo había avanzado sin esperarla.
La diversión era un concepto casi arqueológico en su vida. No recordaba la última vez que había hecho algo que no implicara trabajar o limpiar algo pegajoso. Lo único que la mantenía en pie eran sus hijos: Harry, de siete años, y Chloe, de dos. Por ellos hacía esfuerzos sobrehumanos, como no quedarse dormida a las cinco de la tarde cuando el cuerpo le pedía rendirse, solo para poder pasar un rato con ellos antes de salir corriendo a su segundo trabajo.
A veces tenía miedo de colapsar en cualquier momento, aunque colapsar no figuraba entre sus opciones. Sería un lujo. Y los lujos estaban prohibidos. No había margen para enfermarse, llorar o tener un ataque de nervios. Su ex (por llamarlo de alguna manera amable) aportaba tan poco que a veces parecía un rumor. Un mito urbano. Con suerte aparecía una vez al mes con una caja de leche, media docena de huevos y un jugo. Cuando estaba generoso, incluía galletas. Rebecca había aprendido a no esperar más. Ni dinero, ni ayuda, ni coherencia.
Pero ese día había tenido que apelar a la “negociación”. Ese día había tenido que dejar de lado la poca dignidad que le quedaba y caminar hasta la puerta de Ian. Una puerta de una casa recién comprada, una que en diez años jamás le dio a ella, pero sí a su nueva novia Kayla. La novia con quien él la había engañado mientras estaba embarazada de Chloe. Y además, por si la historia no fuera suficientemente irritante, aquella novia había sido alumna de él. Alumna. En la misma universidad donde ambos trabajaban hasta que Rebecca renunció para no chocar ni con su ex ni con la amante.
Lamentablemente, aquella amante ahora era su novia oficial. Y Rebecca la veía cada tanto, cuando llevaba a los niños o Ian los buscaba. La muchacha era… bueno, descarada. En el mejor de los casos. No quería a sus hijos. Y estaba bien, no le pedía que los amara, pero sí que los respetara cuando visitaban a su padre.
Claramente era pedir demasiado.
Porque la última vez que Harry había regresado de pasar el día con Ian, se lo notaba apagado. Triste. Y eso en un niño que hablaba hasta dormido era raro. Rebecca tardó horas en lograr que se lo contara: Kayla le había dicho “tonto” porque derramó jugo en la alfombra. Harry lloró. Ian no lo defendió. Y cuando Rebecca lo llamó para decirle que no quería que su novia insultara a su hijo, él respondió que Harry necesitaba eso porque era “muy blando”.
Había momentos en que Rebecca se preguntaba seriamente por qué había tenido hijos con ese individuo. Ni siquiera entendía cómo había estado con él diez años. Eran preguntas que aparecían con frecuencia… y que volvieron a surgir cuando él abrió la puerta.
—Ian —saludó con amabilidad.
—Rebecca —respondió él, sorprendido, con tono de contestador automático.
—¿Cómo estás?
—Bien, no esperaba verte.
—Siento haber venido hasta aquí, pero te envié mensajes y no respondiste ninguno —dijo Rebecca, esforzándose por no dejar escapar el reproche que llevaba dentro—. Es por Chloe. Necesito comprarle calzado.
—¿No le compré unas el año pasado?
Rebecca respiró internamente.
—No, le compraste a Harry. Y de hecho ya le quedan pequeñas —explicó con toda la paciencia que había logrado reunir en el camino—. Pero ya solucioné lo de Harry.
—¿Y no puedes solucionar también lo de Chloe? No tengo dinero. Esta casa costó demasiado.
Rebecca miró hacia el interior, que parecía recién salido de una revista de diseño moderno.
—Pasa, te serviré agua, te noto cansada.
¡Qué detalle! ¡Qué gesto tan… mínimo, pero bueno! Rebecca sonrió educadamente.
—Gracias —respondió mientras entraba—. Mi auto se rompió y no puedo pagar el arreglo, así que camino a todas partes.
—Bueno, te ha servido de algo —comentó Ian riendo—. Has perdido peso.
Rebecca rio también, aunque su risa fue todo menos natural. Podría mandarlo al diablo, sí, pero necesitaba dinero para el bendito calzado de Chloe.
Entraron en la cocina, impecable y amplia, como una burla directa a su diminuto departamento. Ian señaló un taburete frente a la isla, y cuando ella se sentó, él le sirvió agua.
—Gracias.
—No es nada.
Claro que no era nada. Solo un vaso de agua. Un vaso glorioso, frío, perfectamente servido, sí, pero seguía siendo agua. Él no había descubierto la cura del estrés ni la fórmula para la tranquilidad eterna.