Frederick llevaba tanto tiempo viviendo fuera de Inglaterra que había olvidado lo hermosas que eran las mujeres de su país. Era como volver a una tierra conocida y descubrir que, en realidad, nunca la había mirado con tanta atención. Y justo quien le recordó esa verdad fue Rebecca. Una mujer que, por alguna razón que él no comprendía, no había vuelto a dirigirle la palabra desde su pequeño encuentro en la cocina. Ni siquiera lo miraba. Eso sí que era nuevo. Porque él, Frederick Montgomery, estaba bastante acostumbrado a que una simple media sonrisa bastara para generar pequeños estragos. El tipo de estragos que inflaban el ego, por supuesto, pero también el tipo de estragos que daban cierto brillo al día.
Así que la pregunta estaba ahí, golpeándole la cabeza: ¿qué tenía de diferente Rebecca para no haberse quedado pasmada con su presencia? Era extraño, desconcertante y, sobre todo, intrigante. Y si había algo que él no soportaba era quedarse con un misterio sin resolver.
Decidido, caminó hacia los sofás del jardín donde ella ya se había acomodado con una copa de vino. Frederick tomó asiento a su lado, con la naturalidad de quien cree que su presencia es una buena noticia para cualquiera.
—Compañera de baile —saludó con una sonrisa suave.
Rebecca, sin embargo, respondió mirando hacia cualquier lado menos hacia él.
—Frederick.
Él entrecerró los ojos, divertido. Era como intentar conversar con un colibrí: siempre moviéndose, siempre escapando.
—¿Se te perdió algo?
—Mi hijo.
Ah, excelente. Un tema del cual él no sabía absolutamente nada pero que fingiría dominar como un profesional.
—¡Ah! El pequeñito es tuyo. ¿Harry, no? Escuché que Ava gritaba ese nombre hace un rato.
Rebecca sonrió al divisar a su hijo, una sonrisa bonita… lamentablemente no estaba dirigida hacia él.
—Sí, ese mismo —respondió ella, recostándose un poco hacia atrás—. Tengo otra hija. Chloe.
—Lindos nombres.
—Gracias.
Silencio. Un silencio largo. Un silencio que ninguna mujer le había dejado antes. Frederick, como no estaba dispuesto a rendirse, giró su cuerpo hacia ella, apoyando un brazo en el respaldo del sofá, ocupando un poco más de espacio, buscando atraer su atención.
—¿No hablas mucho?
—De hecho, sí —contestó ella finalmente mirándolo—. Pero vengo de días muy ajetreados y estoy disfrutando de hacer absolutamente nada.
Interesante. Rebecca tenía una forma de hablar que escondía más de lo que decía. Y a él le encantaba analizar lo que la gente no decía.
—¿Qué te demanda tanto? Además de tus hijos, claro. Imagino que deben ocupar gran parte de tu tiempo.
Ella lo observó sorprendida, como si no esperara que él tuviera suficiente capacidad mental para deducir algo tan evidente.
—¿Eres padre?
—No, pero los niños me adoran. He cuidado a los hijos de mis amigos, se me da bien —respondió, y luego añadió con humor—. Creo que en otra vida fui niñero.
El sonido de la risa de Rebecca fue un pequeño triunfo. Frederick la recibió como una medalla de participación, pero medalla al fin.
—¿Por qué preguntas? —añadió después.
—Porque es raro que un hombre sea consciente de lo demandante que pueden ser dos niños.
—Esa frase me indica que no tienes esposo o novio —dijo él, con una sonrisa que llevaba la palabra “travieso” tatuada.
—No, no lo tengo.
—Excelente. No es como que me importara, pero mucho mejor.
Rebecca arqueó una ceja.
—¿Estás insinuando que le coquetearías a una mujer casada?
—Sí. Tengo la teoría de que si consigo seducirla, es porque su esposo no está haciendo las cosas bien.
Ella abrió la boca escandalizada, pero terminó riendo con ganas. Eso sí era música para sus oídos.
—¿De verdad te parezco tan gracioso o es el vino? —preguntó él con aire cómplice.
—Apenas inicio con el vino. Y no sé si eres gracioso, pero definitivamente eres un descarado.
—¿Y te gustan los descarados que hacen reír?
—Tengo dos hijos.
Frederick la miró, confundido.
—¿Y eso qué?
Rebecca frunció el ceño, igual de confundida.
—Los hombres no coquetean con mujeres que tienen hijos.
—¿De verdad? ¿Así de idiotas andan los hombres por aquí? —preguntó él con dramatismo exagerado—. Pues yo estoy disponible para ti cuando gustes.
—Qué propuesta tan generosa —dijo ella con un tono que destilaba sarcasmo.
Antes de que él pudiera responder, Samuel apareció con un plato de sándwiches en la mano y una pequeña niña en brazos. Debía ser Chloe.
—Siento interrumpir —dijo Samuel—, pero vinimos con comida.
—No interrumpes —respondió Rebecca con una sonrisa mientras le ayudaba a colocar el plato sobre la mesa y extendía los brazos hacia Chloe—. Ven, amor, el tío Samuel debe tener los brazos entumecidos.