Una vez más, Rebecca había logrado resolverlo todo sin ayuda de Ian, quien seguía sin responderle el último mensaje. Y quizá no era la solución ideal… pero al menos era una solución. Esa mañana había dejado a Harry y Chloe en casa de Brooke, que había aceptado cuidarlos sin dudarlo. Se lo había pedido porque necesitaba darle un respiro a su padre, un abuelo maravilloso pero ya mayor para dos niños con energía de sobra. Además, Brooke estaba de vacaciones. Rebecca no quería convertirse en la amiga que arruina los días libres ajenos, pero necesitaba revisar esas ronchas del pecho que esa mañana parecían haber evolucionado.
Pero, por supuesto, nada podía salirle del todo redondo. Por eso el universo decidió que era el momento perfecto para jugar en su contra. Justo cuando iba de camino al hospital, Ian apareció. Con una llamada.
—¿Sí? —respondió Rebecca, sintiendo, desde el primer zumbido, que aquello no podía traer nada bueno.
—¿Dónde estás? Estoy fuera de tu casa.
Genial. Ni un saludo. Porque, claro, ¿quién necesita cortesía cuando se tiene semejante encanto natural?
—Voy camino al hospital, te avisé ayer.
—¿Y los niños?
—Con Brooke, a quien tuve que molestar en sus vacaciones, a dos semanas de su boda, porque tú no pudiste hacerme un solo favor —dijo Rebecca, agotada.
—Te dije que tenía algo importante que hacer. Yo también tengo una vida —respondió él, ofendido.
Rebecca respiró hondo, porque era eso o romper el teléfono con la frente.
—¿Y crees que yo no tengo una? —bufó—. Bueno, en realidad, déjame decirte que no, no tengo vida. Porque me la paso trabajando para que nuestros hijos coman y no terminen viviendo debajo de un puente.
—¿Por qué estás de mal humor? ¿Estás en tus días?
Rebecca apretó el puño.
Si había un premio mundial al comentario más desafortunado, Ian tenía una vitrina llena.
—¿Qué necesitabas? —preguntó ella, con la paciencia al límite.
—Quería darte unas cosas para los niños.
—Tendrás que llevarlas más tarde.
—No puedo, hice un espacio para venir.
—¿Podrías pasarte por casa de Brooke? No queda lejos, y podrías saludar a tus hijos.
Ian gruñó con fastidio.
—¿Por qué siempre me complicas todo?
Rebecca parpadeó. ¿Era real? ¿Estaba en una cámara oculta de un reality cruel?
—¿Es broma? —preguntó, incrédula.
—Siempre pidiéndome dinero para ropa, comida, el colegio… y cuando hago algo por ti, me tratas mal. Eres una desagradecida.
Rebecca volvió a rascarse el pecho, la urticaria ardía como si también estuviera indignada.
—Si tanto te molesta criar a tus hijos, no deberías haberlos tenido —continuó él, venenoso—. Dices que los amas, pero te la pasas quejándote.
—No tergiverses mis palabras —pidió Rebecca, sintiendo un nudo en la garganta—. Los amo, pero se me va la vida trabajando. Tú deberías ayudarme. De hecho, deberías darme lo suficiente para pagar el alquiler.
—¿Me estás pidiendo que te pague un lugar donde vivir? —preguntó, burlón—. Eso es resentimiento puro. Estás celosa porque compré una casa para Kayla y para mí.
Rebecca sintió que el aire empezaba a escasear.
—Ian… cuando nos separamos, te quedaste con el departamento. Nunca dije nada para evitar conflictos. Pero sabes que yo debía quedarme ahí con los niños.
—Ese departamento lo compré yo. Y ya lo vendí. Así que deja de preocuparte, ya no lo puedes tener.
—No lo quería para mí —dijo Rebecca, con la voz quebrada—. Lo quería para Harry y Chloe. ¿De verdad no te importa dónde viven?
—Estás muy alterada, hablaremos después.
—No, no estoy alterada. Sabes que tengo razón y quieres huir por…
Colgó.
Rebecca miró el teléfono como si acabara de morderla. Siguió caminando, pero más rápido. Ahora no solo le ardía la urticaria en el pecho; también le faltaba el aire, tenía náuseas y la vista parecía querer apagarse.
Y como si todo el día hubiese sido escrito por un guionista con humor dudoso, chocó contra alguien. Alguien que no era precisamente anónimo.
Frederick.
Por supuesto.
Con sonrisa coqueta incluida… hasta que la miró bien.
—Ey, ¿qué ocurre? —preguntó, preocupado.
Rebecca solo negó con la cabeza. Ese gesto tan pequeño revolvió su estómago.
—Déjame ayudarte —dijo él enseguida. Le puso una mano firme en la espalda—. Mi auto está aquí a la vuelta. ¿Crees poder llegar?
Rebecca no lo creía, pero logró articular:
—Sí.
De haber tenido fuerzas, se habría muerto de vergüenza. Conocía a Frederick desde hacía menos de veinticuatro horas, y ya estaba siendo rescatada por él como una doncella desmayada del siglo XIX. Pero temía desplomarse en plena calle, así que, temporalmente, él se convertiría en su persona de confianza. Un ascenso exprés.