Rebecca había llamado a Brooke apenas salió del hospital; primero para disculparse por la demora (con una mentirita piadosa) diciendo que el doctor estaba retrasado. Segundo, para preguntar cómo estaban los niños, si habían comido, si estaban tranquilos. Tercero, para pedirle (un poco avergonzada) si podía cuidarlos un rato más. Brooke respondió con la serenidad que solo las amigas con paciencia infinita tienen: “claro que sí” asegurando que estaban perfectamente. Harry y Chloe pintaban con Ava en la sala, rodeados de crayones y hojas con caricaturas de fondo. Además, ya habían almorzado, así que Rebecca se sintió ligeramente menos mala madre por tomarse un rato para ella misma.
Para agradecerle, le contó (a medias) lo de Frederick: que se lo había encontrado de casualidad y él la había invitado a comer. Obviamente le había prometido no tardar, pero Brooke se había reído con entusiasmo, diciendo “amiga, tarda lo que quieras” antes de colgar. Rebecca la imaginó dando saltitos al otro lado del teléfono porque, por una vez, estaba con un hombre que no era un amigo, un maestro, un pediatra o un repartidor.
Por eso la culpa apareció. No había tenido el valor de contarle a Brooke sobre su descompensación. Pero es que no quería preocuparla, no iba a ser ella quien le arruinara los días previos a la boda y a la luna de miel. Lo último que necesitaba era sumar preocupación a su agenda.
El teléfono vibró.
Ian: Háblame cuando se te pase el mal humor.
Rebecca sintió un pinchazo en el pecho. Antes de que pudiera suspirar, llegó otro mensaje.
Ian: Y si tanto quieres que vea a los niños, me haré un lugar el próximo fin de semana.
La piel le ardió. La urticaria estaba en su máxima gloria.
Frederick carraspeó suavemente, buscando su atención. Ya estaban sentados en una de las mesas del restaurante. Y no uno cualquiera: Bella Italia. Un lugar realmente precioso. Rebecca jamás había entrado: estaba fuera de su presupuesto actual y del de sus próximas cinco vidas. Por eso esperaba con emoción el plato de bolognesa que había ordenado.
—Lo siento —dijo guardando el teléfono—. Mi ex… no estoy segura qué quiere, pero creo que hoy despertó con ganas de torturarme.
—¿El padre de Harry y Chloe? —preguntó él con calma.
—Digamos que sí. Aunque en realidad es… algo así como un donante de esperma.
Frederick ladeó la cabeza, con una media sonrisa.
—Lo supuse. Ningún niño llama “papá” a un extraño si tiene un papá decente. Y lo que dijo Harry después…
Rebecca asintió con un suspiro resignado.
—Es terrible. Hago todo lo posible porque tengan una relación, pero no lo consigo. Y los niños empiezan a sentir cierto rechazo hacia él.
—¿Y por qué eres tú quien hace todo lo posible? —preguntó Frederick con una serenidad casi desconcertante—. Tú estás con ellos todos los días. Les das alimento, techo, ropa, educación y mil cosas más. No cargues con algo que no es tu responsabilidad. Si ese hombre quisiera ver a sus hijos, lo haría sin que tuvieras que suplicarlo.
—No es tan fácil —murmuró—. Además, no me serviría perder el contacto con él. A veces… si lo trato bien, me ayuda.
—¿A veces? —Frederick arqueó una ceja.
—Ya sé que no suena bien. Pero no estoy en condiciones de rechazar lo que me da, aunque sean migajas.
Él entrelazó las manos sobre la mesa, pensativo.
—¿No sería más sencillo pedir ayuda a tus amigos? ¿O a algún familiar?
Rebecca negó enérgicamente.
—No. Brooke y Samuel ya hacen demasiado. Pedirles más me resulta impensado. Me han prestado dinero y siempre lo he devuelto, pero ahora mismo… no creo que pudiera. Y familia… solo tengo a mi papá. No voy a abusar de él. De hecho, vivíamos en su casa hasta hace poco.
—¿Y por qué te fuiste?
—Después de veinticuatro años siendo viudo, ahora tiene novia —sonrió con ternura—. Y aunque no viven juntos, quería darles privacidad cuando ella lo visita. Además, la casa es pequeña y quería darle una habitación a Harry.
Frederick la miró con ternura.
—Piensas en todos menos en ti —dijo suavemente—. ¿Cómo no vas a estar estresada?
Rebecca apretó los labios. Una lágrima rebelde se le escapó antes de que pudiera contenerla. Se la secó con rapidez, pero Frederick ya la había visto.
—Ey, no quise hacerte sentir mal —dijo él, estirando la mano y cubriendo la suya—. Perdón si fui demasiado directo.
Rebecca respiró hondo y esbozó una media sonrisa.
—Está bien. Es que… cuando mi mamá enfermó yo tenía ocho años. Desde entonces la cuidé sin dudarlo. Cuando murió, yo tenía diez, y recuerdo que no lloraba para no preocupar a papá. Hacía tonterías para que él se riera. Así que supongo que poner en primer lugar a los demás es algo… cotidiano para mí.
Frederick la apretó un poco más la mano, dándole calor.
—No te tomes esto a mal, por favor, pero… ¿has pensado en ir a terapia?
Rebecca exhaló, agotada.