Melania.
La mano de la sirvienta frotaba mi cuerpo con la pastilla de jabón. Su delicadeza me abrumaba y casi me recordaba a cuando mi hermana me lavaba la espalda en nuestro oscuro castillo. Deslizó sus finos dedos por mi espalda y dejó caer el agua caliente del balde de plata que sostenía. Secó y perfumó mi piel, como si yo me tratara de una bella rosa de pétalos efímeros y ella de un hábil jardinero. Colocó sobre mi cuerpo desnudo un fino camisón blanco y cepilló mi cabello llameante. Podía sentir prácticamente cada pelo deslizándose entre las cerdas del utensilio.
—Su pelo es suave y sano, debería dejárselo suelto para la celebración de esta noche —añadió la sirvienta, mirándome en el reflejo del espejo que teníamos en frente. Ante esto dudé.
—No estoy acostumbrada. Creo que me molestaría —mentí. Lucrecia y yo no nos recogíamos el pelo por comodidad o elegancia, sino para evitar las miradas de repugna de nuestro padre. ¿Tanto nos parecíamos a ella? Me lo pregunté después de mucho tiempo.
—Entonces puedo hacerle un recogido mediano con varios mechones delanteros, y así no le caerá sobre el rostro. —Sonrió dulcemente.
Miré su rostro a través del reflejo hasta llegar al intenso azul de sus ojos. Era hermosa y no me había percatado solo porque formaba parte de la servidumbre. Su pelo suelto era rizado y de un color castaño extraño, casi con un toque al de la ceniza producida por la leña. Sus rasgos eran finos, salvo sus labios, que eran carnosos. Nunca había conocido a alguien de piel tan morena, debía ser de orígenes sureños. Se mostraba gentil y amable, pura como un ángel. Me transmitió bastante confianza.
—Bueno, si te soy sincera prefiero esta vez lucir un recogido y así poder mostrar a todos el colgante que me ha regalado… Mi prometido. —Le sonreí y creí entonces que no había mentido. Que realmente ya me había atado a mi destino y que el casarme con Lord Declan no me parecía tan mal. Solo por el recibimiento y el regalo otorgado demostraba que era un buen hombre. O al menos mejor que mi padre.
Me imaginé en aquella estancia o quizá en una más grande, cepillando mi cabello en frente del espejo y Declan acercándose a mí para besarme la cabeza. Incluso imaginé uno o dos niños corriendo revoltosos a la cama esperando impacientes de que les contara una de mis historias. Creo que nunca podría tener mejores lectores. Por un momento aquel futuro acogía y calentaba mi fría alma.
—¿Cómo es él? —cuestioné entonces.
La sirvienta sonrió gentilmente.
—Con su tardanza estaba dudando si usted era poco curiosa o simplemente tímida. —Empezó a trenzar mi cabello—. Es muy buen hombre, puede interrumpir su intranquilidad. Su padre le va a dejar en muy buenas manos. Declan es inteligente y todo un caballero, hará de este país el hogar que usted se merece y moverá cielo y tierra para que usted sea feliz. Es una mujer muy afortunada.
No sabía si afortunada era la palabra correcta, ya que sentía que lo sería tomando mis propias decisiones. Pero dentro de las pocas posibilidades que había aquella era la mejor. Miré mis manos y la volví a mirar a través del reflejo.
—Y… ¿Su aspecto? ¿Es mayor? —pregunté tímidamente.
—Mayor que usted sí. Unos diez años, si mis cuentas no fallan. En cuanto a su aspecto, me gustaría ser objetiva, pero en cuanto al físico de alguien se tiende a dar nuestro propio punto de vista. —Y para la forma de ser también, pensé—. Para mí no resulta un hombre demasiado atractivo, pero tampoco es atroz. Digamos que él está dentro de lo normal, quizá un poco más allá por su gran planta y labia. Yo creo que a usted le gustara, sinceramente. Supongo que los únicos hombres que ha alcanzado a ver han sido los caballeros del rey Guillermo, peludos y rudos. Si solo tiene esa referencia, todos los hombres holzs le parecerán adonis.
Supuse que aquel comentario fue con todo burlesco, ya que lo respondí con una risa leve, que me produjo una sensación sutil de asfixia. Me percaté que hacía años que no soltaba una carcajada sincera.
—Me fiaré entonces de sus sabias palabras, señorita… Perdone mis modales, ni siquiera le he preguntado su nombre.
—No se preocupe, soy consciente de que en Kälte no se suele interactuar con la servidumbre. Mi nombre es Sileh. Un placer, princesa. Ahora ha llegado la parte más divertida de la noche: ¡elegir el vestido! Creo que luciría un vestido cárdeno. O incluso uno vino si se nota algo atrevida y segura de sí misma —dijo aquello sonriendo y moviendo las caderas seductoramente pero con burla al mismo tiempo. Sonreía.
—Creo que es mejor algo más… Sutil. Quizás tonos más pálidos. Un verde pino estará bien —añadí.
—¡Cómo! —Me sorprendió—. Ni en broma voy a dejar que vista un vestido de señora, princesa. Esta noche usted va a ser la mujer más bella de esa sala y todos envidiarán a Lord Declan.
No entendí por qué debían envidiarle. O por qué el color verde era una mala elección. Las diferencias culturales me abrumaban.
—Es que… Yo nunca he vestido esos colores. No sé si mi padre lo autorizará.
Sileh se acercó a mí y cogió mis manos, mirándome a los ojos. Era una joven apasionada y energética detrás de aquella máscara de amabilidad y hospitalidad. Me miraba a los ojos directamente y de manera intensa.