Lucrecia
Podía sentir aún el calor que dejó el race de sus labios sobre los míos y la piel de mi cintura aún recordaba el camino que recorrieron sus poderosas manos. Pero aquella efímera felicidad se había desvanecido en tan solo unas cortas horas.
Veía como su último aliento se deslizaba por sus pulmones y todos los posibles malos recuerdos volvieron a mí: La primera vez que vi llorar a mi padre a los pies de su cama, en el lado donde antes dormía mi madre. Los gritos del pueblo, las miradas de odio de los sirvientes y los murmullos llenos de prejuicios. Ser asesinada de manera pública. La prohibición de no poder ni siquiera asomarme a las pequeñas ventanas de castillo. La ida al más allá de la única mujer a la que podía llamar madre. Lady Daisy.
Lucrecia La Maldita, la futura heredera del Infierno. La futura Bruja del Caos. Cada palabra pronunciada por el juglar era completamente cierta. Toda persona a la que quisiera estaba condenada a irse. A sufrir por mis pecados.
Miré los ojos cristalinos de Lord Fyodor y me di cuenta que los suyos estaban posados sobre mí. A pesar de estar siendo estrangulado. A pesar de que se le estaba escapando la vida… Me sonrió levemente. Me regaló el último atisbo de felicidad que le quedaba y supe que mi corazón y mi mente se habían quedado prendados completamente.
No podía rendirme. No podía dejar que un ser tan maravilloso como él dejara de existir por mis errores. Por mi cobardía.
Vendí mi alma al diablo por él y en el momento que El Rey de las Bestias le soltó, no sentí ningún tipo de arrepentimiento. Le había salvado. Lo había conseguido.
Las manos del maldito me levantaron con mimo y delicadeza. No podía dejar de mirar al roosens, que aun intentaba recobrar el aliento. Sería la última vez que le vería. Perdería la libertad que por fin había recuperado.
Miré a mi hermana, quien parecía haberse descongelado del miedo. O de un terrible conjuro. Y cuando creí que nuestras miradas habían parado el tiempo, Lucius despegó, cruzando la ventana que había roto usando el cuerpo de mi padre, quien aun seguía tumbado. Declan miraba todo paralizado y creí ver en él una mirada de odio y rabia. Escuché los gritos de Melania y su vano intento de seguirnos. Pero al final acabó convirtiéndose en un pequeño punto en la lejanía. Admiré el palacio y a mi hermoso Holz desde los cielos y las lágrimas, desesperadas, se escaparon de mis ojos.
No sé cuánto tiempo pasó. Mi mirada borrosa por el llanto estaba perdida en las brumosas nubes grises de la noche y, entonces, una pequeña chispa despertó mi adormilada mente. ¿Desde cuándo era alguien que se rendía? ¿Iba a dejar que me arrebataran mi deseada libertad tan fácilmente? Los rostros de mi padre y Melania llegaron a mi mente. Lucharía. Debía pelear. No quedarme quieta, esperando a que alguien solucionara mi problema.
Empecé a analizar mi alrededor y mis sentidos consiguieron ubicarme mejor en mi verdadera situación. Miré el semblante pálido y aguileño de Lucius. Los mechones largos azabaches que se escapaban de su coleta. Sus profundos ojos color tinta eran tal y como ella los había descrito. Recordé el relato de mi hermana y entendí por qué se había sentido tan abrumada. Era un hombre realmente hermoso. O al menos lo era al que le robó aquel rostro.
Entonces, cuándo miré al frente, mi sangre se heló completamente, como si el propio invierno hubiera decidido hospedarse dentro de mi carne.
El Muro se alzaba sobre nosotros. Ningún libro había conseguido plasmar su majestuosidad. Era un coloso de piedra, de ladrillos tan enormes que no imaginé ser humano que hubiera podido colocarlos unos encima de otros. Y supe entonces que no lo había levantado la humanidad. Era realmente imposible. Había fragmentos del mismo que se incrustaban en las propias montañas y estas parecían incluso bacilar con dejarse vencer por el gran peso de la enorme estructura.
La bruma impedía que viera con claridad hacia abajo, pero mi instinto me gritó.
Aproximadamente cincuenta metros de piedra se encontraban sobre nuestras cabezas, así que el suelo no debía estar demasiado lejos de nosotros.
Es ahora o nunca, pensé.
No dudé cuando hundí mis uñas en la piel de sus pómulos y párpados. No frené mis ganas de escapar aun cuando mis dientes estaban mojados por su sangre. Le arañé, mordí y golpeé todo lo fuerte que pude. No paré hasta que sentí cómo mi cuerpo comenzaba a descender en caída libre. La pesadilla que me visitaba cada semana me había preparado para aquel momento. Para aquella sensación. Ser empujada a un gran abismo cuando me habían cortado mis alas. Un pájaro obligado a estar enjaulado.
Prefería morir intentando ser libre antes que vivir en una jaula.
Ese fue el pensamiento que se posó suavemente sobre mi mente cuando las ramas desnudas y espinosas de un bosque que desconocía comenzaron a frenar y arañar mi cuerpo.
La muerte me parecía casi una dulce realidad.
Ya en el suelo húmedo, rota, creí ver a mi madre acercándose hacia mí. Bella como la plasmaban los cuadros. Joven y ardiente. ¿Yo hubiera lucido así dentro de unos años? La respuesta no llegó y cuando sus manos acariciaron mis brazos todo acabó poniéndose negro. El dolor había cesado.