Lucrecia
Recuerdo las noches que pasamos junto con Lady Daisy en el castillo. Nuestro padre no nos tenía permitido el poder disfrutar del deleite de la literatura, pero nuestra vieja nana siempre se las arreglaba para esconder los valiosos tomos bajo sus faldas. La mujer nos leía con dulzura y nos transportaba a mundos escondidos entre hojas de papel. En aquel entonces creía que ella era bruja solo por saber descifrar aquellos símbolos que más tarde aprendí a llamar letras.
«Una buena mujer se encarga de los quehaceres del hogar y de mantener contento a su marido. Leer es solo una pérdida de tiempo, Lucrecia». Aquellas palabras afiladas por parte de mi progenitor aún seguían clavándose en mi estómago a pesar de los años transcurridos. No obstante, la rebeldía se impregnó en mi sangre desde bien niña y nunca fui capaz de obedecer órdenes ajenas con naturalidad ya que si tenía la oportunidad de incumplirlas lo hacía.
Recuerdo las historias que nos leyó Daisy en el castillo cuando tan solo éramos niñas. Uno de sus antiguos manuscritos tenía orígenes orientales, dónde existía la creencia de que todas las personas estamos ligadas a otra por medio de un hilo fino y rojo. Mi yo de aquel entonces, inocente y casta, creyó por un momento ver dicho hilo enrollado sobre su dedo anular y uniéndose al de su hermana.
Diez años después y tras el fallecimiento de nuestra querida cuidadora tenía aún más claro que en esta vida solo tenía a mi hermana, ya que ni siquiera me tenía a mí misma. Ella era tranquila y serena. Hacía todo lo posible por no enfadar a padre o preocuparle del todo. Pero bajo la máscara de pasividad que tenía sobre su rostro se encontraba una mujer viva, soñadora y luchadora. Muchas noches le observaba dedicar horas y horas al papel, a la pluma y a sus pensamientos. Ambas sabíamos que nuestro padre no aprobaría el que una de sus hijas quisiera convertirse en una gran escritora, por eso Melania escondía su secreto como el mejor de los tesoros. Para que nadie encontrara sus manuscritos esta los guardaba en una delicada carpeta de cuero oscuro y la introducía cada noche en el interior de uno de sus corsé, que nunca utilizaba para que estuviera limpio y así mantener alejado el impulso de lavarlo por parte de las sirvientas. Cada madrugada, cuando se escuchaban los cuatro golpes fuertes del enorme reloj del comedor resonando por todos los pasillos, el cajón del corsé se cerraba y mi hermana acababa tumbándose a mi lado. Desde niñas habíamos compartido aposento y lecho. ¿Qué hermanas de diecinueve años duermen todavía juntas? Escuché decir a una sirvienta madura hace unos días mientras pasaba por enfrente de la cocina. Lo que la servidumbre no podría entender nunca por su gigantesca ignorancia es que el gran tamaño de todas las camas del castillo aportaban una frialdad y soledad que nos incomodaban a ambas. Siempre estábamos juntas. Siempre. Incluso en la misma bañera nos lavábamos la una a la otra. Más de una vez paseando por los pasillos de palacio escuché rumores que cuchicheaban los criados. Nos categorizaban de locas ya que además ambas éramos muy calladas, lánguidas y serias. Pero había otro detalle que a todo el servicio le incomodaba: Melania y yo éramos idénticas. Ni nuestro propio padre podía diferenciarnos. La única que pudo llegar a hacerlo fue nuestra querida Daisy. De niña intentaba engañarla cuando me reñía diciéndola que yo era Melania y que se estaba confundiendo, pero con ella nunca funcionó. La mujer era demasiado astuta. Incluso me aventuraría a decir que poseyó un don poco humano. Como si hubiera sido capaz de traspasarnos con su mirada azul desde nuestro nacimiento. Recordé los libros que nos leyó sobre criaturas fantásticas. Sobre hadas sagaces y pícaras. Siempre pensé que ella era una por su personalidad parecida a como los grandes autores las describían.
—No me apetece cenar hoy con padre —carraspeé mirándome en el espejo del tocador mientras Melania me cepillaba el cabello con una dulzura casi semejante a la de Daisy.
—Ha estado tres meses fuera, hermana. Lo mejor será cumplir sus deseos de vernos sanas y salvas —me contestó con su aterciopelada voz.
—Sacará el tema del matrimonio y el de...
—... La descendencia. Sí. Lleva haciéndolo desde que tengo catorce años, pero ni siquiera él quiere que me case todavía. Este palacio se haría incluso más grande sin mi presencia.
Ambas nos miramos a través del espejo. Nuestras miradas dejaban escapar sentimientos diferentes, pero había uno que compartíamos: miedo. El contraer matrimonio era muy complejo y lo más probable es que ambas acabáramos en reinos diferentes. Distanciadas de por vida. Las dos conocíamos a la perfección nuestra situación. El pueblo me odiaba. Por mucho que padre intentó aislarnos del exterior, las habladurías llegaron hasta mis oídos, empujadas por el viento. Lucrecia La Maldita nunca llegaría a contraer matrimonio y en un mundo como el mío tal posición para una mujer era igual que la muerte. En cambio, la mano de Melania era valorada por cuatro reinos diferentes, sobre todo para Atalus, donde se encontraba La Santa Sede que dominaba el continente entero con su fe hacia El Gran Poderoso. Era obvio que su rey, muy devoto también, quisiera casar a su hijo con una de las mujeres más religiosas y establecer lazos fuertes con el norte. Ella sería desposada con el mejor postor. Padre no estaba tardando en casarla por ella, sino por nuestro feudo. La unión matrimonial permitiría que las miserias de nuestra monarquía se erradicaran y por eso debía jugar bien las únicas cartas que le quedaban en mano.
—No te preocupes, pasará lo de siempre —comentó para tranquilizarme y, pensé entonces, que también para relajarse a sí misma.