En el inframundo, donde el silencio es ley,
y el Leteo fluye, borrando el ayer,
el tiempo se detiene, ni el olvido consuela.
Caronte rema sueños que nunca volverán,
mientras las almas vagan, perdidas en su hielo.
Hades, señor de espectros, guardián del no retorno,
firma en llamas eternas pactos de desesperanza.
Pero un día llegó ella, sin barca, sin temor,
con la piel del amanecer y una risa que deshizo
el frío que atrapaba su poder.
La muerte la reclama, el Tártaro le espera,
pero su risa es un eco que rompe los abismos.
Ella, fugaz como el viento que acaricia los campos;
él, un dios condenado a mirarla sin poder tocarla.
Hasta un dios de la muerte, bajo el peso de su duda,
aprende que redimirse es descifrar su propia eternidad.
Renuncia al trono, a la gloria, al poder infinito,
por un instante con ella, por volver a sentir.
Firmaría en el fuego, en las aguas del olvido,
porque en su mirada encuentra su único sentido.
El reloj no importa, ni el tiempo ni el fin,
solo importa vagar juntos por campos de ausencia:
él, dios despojado de su noche infinita;
ella, mortal que robó la semilla de vida
en los huertos oscuros donde el Orco se aleja.
Hades ríe en la sombra, su cetro es testigo,
de cómo un dios cambia su eterno castigo.
Por un fuego que se apaga, por un sueño que arde,
renuncia al infinito y a la noche sin quebranto.
Y si un día él no está, si un día ella no está,
buscarán en el álbum de recuerdos su paz.
Porque en el inframundo, donde todo es ceniza,
su amor fue la redención, la eterna sonrisa.
Ya no hay inframundo ni trono de espanto,
solo dos sombras bebiendo del río del tiempo:
su fugacidad lava su eterno tormento,
y su fuego de sombras calienta su quebranto.
Y en la orilla del Estigia, donde el destino se quiebra,
dos almas funden inviernos en un suspiro eterno:
él, ya carne que sangra; ella, flor que no muere…
El inframundo, al fin, tiene su cielo.
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Editado: 20.02.2025