Los ángeles del silencio
Cuentan los ecos de los bosques viejos
que no todos los ángeles bajan del cielo,
algunos surgen del susurro sellado
entre criaturas rotas y promesas de sangre.
No sienten amor, ni odio, ni piedad,
porque no han nacido: han sido invocados.
No tienen género ni nombre real,
su existencia se ata al contrato olvidado
que un alma desesperada firmó alguna vez.
Son hermosos.
Tan hermosos… que duelen.
Siempre adoptan el rostro que más amas,
una madre ida,
un hermano perdido,
una amante que no volvió.
Y es que su forma no es más que un espejo
para quebrar lo que queda en ti.
No caminan, flotan.
No hablan, sus miradas atraviesan.
Y cuando lo hacen,
sus ojos son todo blanco:
una luna sin noche,
una herida sin carne.
Dicen que sirven a la Muerte,
no por devoción,
sino porque es ella
quien los regresa al vacío del que vinieron.
Los llaman custodios,
pero no cuidan, vigilan.
Y cuando el pacto se rompe,
ellos lo recobran: alma, cuerpo o recuerdo.
Ningún filo los hiere.
Ningún conjuro los toca.
Solo el olvido los puede marchitar.
Pero ¿quién olvida a quien más ha amado?
Así que si alguna noche,
al borde del sueño o en plena vigilia,
ves a ese ser que ya no está
mirarte con ternura blanca y muda…
No corras.
No grites.
Solo pide perdón.
Y despídete.
Porque quizá, solo quizá…
ya ha llegado la hora
de volver con nuestra madre.