La promesa de Citlaly
Perdí a mi hijo en un día cualquiera.
Entre el bullicio del mercado y las voces del mundo,
su pequeña mano se soltó de la mía,
y con ella se desmoronó mi existencia.
Mi grito desgarró el Velo,
y de él surgieron duendes de sonrisa engañosa.
Me hablaron con dulzura,
me prometieron buscarlo,
me juraron devolverlo a mis brazos…
pero a cambio exigieron mi vida.
Acepté sin pensar.
El dolor no deja espacio para la razón.
Ellos buscaron, o al menos fingieron hacerlo.
Jugaron con mi esperanza,
me hicieron creer en caminos invisibles,
y al final, solo me dejaron con las manos vacías.
Habían cumplido a su manera:
buscaron…
pero jamás lo encontraron.
Fue entonces cuando llegaron los ángeles.
No como salvación,
sino como guardianes de aquel pacto corrompido.
Hermosos y crueles,
se mostraban con el rostro de mi hijo,
acechando mis noches,
alimentando mi desesperación,
esperando el momento en que mi locura
me obligara a ceder.
Noche tras noche soporté esa tortura,
viendo el reflejo imposible de mi niño,
demasiado real para odiarlo,
demasiado falso para amarlo.
Resistí hasta que la esperanza se volvió ceniza.
Entonces, agotada,
entregué mi vida a los ángeles,
como quien arroja un suspiro
a un pozo sin fondo.
Y al cruzar,
fue nuestra madre quien me recibió.
En su regazo me esperaba mi hijo,
el verdadero,
el que nunca dejó de ser mío.