Hoy era un día espléndido, el sol del mediodía brillaba con una fuerza increíble y la calidez de la primavera volvía perfecto al ambiente. El enorme y hermoso espacio verde en la Madriguera era especial para entretener a un tropel de niños hiperactivos y bulliciosos que no paraban de correr y jugar con sus tíos por todos lados.
Una pelota pasó cerca suyo, y se rio de lo terriblemente malos que eran Ron y Draco jugando al fútbol muggle, ¿quién les había enseñado a jugar tan mal? George gritó desde la portería improvisada en el patio que parecían dos bailarinas de ballet con alcoholismo y Fred se carcajeó a más no poder, burlándose de su desempeño, ¡como si ellos fueran mejores! Cada vez que alguien estaba a punto de patear con fuerza la pelota en el arco, ellos salían disparados hacia el otro lado como dos cobardes.
Bill y Charlie tampoco se quedaban atrás, eran más que pésimos, pero le divertía tanto verlos fallar cada vez que intentaban patear el balón o metían un gol en la red del equipo contrario. Ninguno terminaba de comprender del todo las reglas del fútbol, sin embargo, Ginny era la única a la que mejor se le daba patear la pelota en la dirección correcta.
Los niños aún eran algo pequeños para dejarlos jugar con los adultos, que se empujaban e insultaban como unos desquiciados competitivos. Una vez empezaban el juego, se desconocían completamente, ya no existían la familia ni los amigos dentro de las líneas imaginarias de la cancha.
Scorpius y Odell, sus hijos mayores, correteaban junto a todos sus primos pelirrojos. Los hijos de Ron y Hermione, Rose y Hugo, los de Bill y Fleur, Victoire, Dominique y Louis; luego estaban las hijas adoptivas de Ginny y Pansy, Laila, Roma y la más pequeña, Julie. Los de Percy y su esposa Penélope, Karan y Kaleb. Y, por último, Freddie y Roxanne, hijos de George y Angelina.
Harry, que cargaba a su dormida hija, Lily, miró a su alrededor la escena completa en la Madriguera: Percy, sentado junto a su esposa –igual de aburrida que él– en la mesa poniendo cara como si oliera mierda, criticaba de vez en cuando cómo ese juego de cavernícolas les atrofiaría las neuronas (aunque sospechaba que en el fondo también le divertía el escenario).
Molly y Arthur se hallaban en la cocina, preparando juntos alguna de sus exquisitas comidas y charlando y riendo sobre quién sabe. Molly de vez en cuando les gritaba a través de la ventana que tuvieran cuidado con sus plantas y las gallinas o los mataría.
Blaise, Ginny, Pansy, Draco, Ron, Charlie, Bill, Fred, George y Angelina jugando a lo Tarzán en el inmenso jardín, todos sudados y colorados por el esfuerzo bajo el sol ardiente, lanzando groserías y empujones pueriles para quedarse con el tonto balón.
Hermione, con su gran barriga de siete meses, reía muy divertida junto a Fleur, por las ocurrencias de los gemelos o por lo ridículos que se veían todos corriendo tras un escurridizo objeto que no lograban dominar. Por momentos, los niños intentaban meterse en el juego y él tenía que gritarles desde la mesa que se alejaran de allí o saldrían lastimados.
Lucius y Narcissa Malfoy entretenían a los menores, tan fascinados como estaban por ser abuelos y poder hacer reír a tantos pequeños. Años atrás, no imagina cómo fue que logró convencer a Lucius sobre su matrimonio con Draco y su ineludible ingreso a la numerosa familia Weasley, que también era su familia. Ahora, corría como un crío detrás de los chicos, con una Narcissa risueña y divertida que lo seguía por detrás; se había quitado los tacones y se paseaba descalza por el césped alfombrado.
– ¡Atrápala, idiota! –exclamó Draco.
– ¡No me llames idiota, idiota! –refutó Ron a su compañero de equipo.
– ¡Ustedes dos! ¡No quiero volver a oírlos decir groserías en frente de los niños! –los reprendió Harry con firmeza. Apenas si podía moverse para sacar su varita del bolsillo y hechizarlos. Con su enorme panza de ocho meses y su bebé en brazos tomando el biberón mientras dormía, no había mucho que pudiera hacer.
– Lo sentimos... –susurraron ambos arrepentidos, sin reprochar nada. Sabían lo peligroso que podía llegar a ser contradecir a un Harry embarazado y con las hormonas en revolución.
Los dos continuaron con el feroz partido, conteniendo las ganas de soltar más insultos al aire, mientras el moreno retomaba su charla con Hermione y Fleur. Colocó a Lily en su cochecito cuando corroboró que se había terminado toda la leche del biberón, y luego se acarició suavemente la barriga.
Recordaba la primera vez que descubrió que estaba embarazado. Él y Draco se habían llevado la sorpresa más hermosa que les podría haber regalado la vida. Scorpius fue su primer hijo, dos años después llegó Odell, y ahora que tenían diez y ocho años respectivamente, tenían a una Lily de un año y un pequeño a punto de salir de su interior. Su corazón podría estallar de alegría en cualquier momento.
Un sonido estridente cortó sus pensamientos y levantó la vista por el susto, luego vio a Draco y Ron corriendo asustados a esconderse detrás de él.
– ¡Harry, sálvanos! –gritó su esposo. La imagen era bastante cómica de hecho, un Harry minúsculo refugiando tras sus espaldas a dos hombres que le duplicaban el tamaño, como si alguien tratara de esconder dos jirafas detrás de un pequeño arbusto.
Molly se acercó a ellos rezongando con pasos apresurados, rojísima y echando humo por las orejas como una pava a punto de explotar. Estaba más furiosa que nunca, maldiciendo en diez idiomas distintos a los dos, que no paraban de temblar como chihuahuas.
Al parecer, Ron había pateado con demasiada fuerza la pelota, rompiendo una ventana de la casa y otros tantos objetos del interior, y como cereza del postre, Draco había intentado ayudar a arreglar los vidrios rotos, pero, en su lugar, terminó destrozando todas las flores recién plantadas de la señora Weasley (no lograba entender cómo lo había hecho). Y ahora estaban enfrentando las consecuencias de una Molly muy iracunda.