Último poema
Mi captor
Sí, de verdad me quiere; si de verdad me conoce, verá la verdad en mis ojos, porque de mi boca no podrán salir esas palabras.
Quizás, si de verdad me tiene un poco de amor, lo verá todo en ellos. Quizás mis lágrimas no sean suficientes; quizás también piensen que son una mentira, una ilusión de mi parte.
Por favor, si ve mis ojos y lo ve todo, quédese en silencio; mi vida depende de ello.
Hace unos años vi a un chico muy guapo y educado. Me cautivó la manera en la que hablaba, muy delicadamente, pero todo había sido una fachada. Pasaron años en los que caí en la telaraña de la cruel araña; me tiene envuelta en todo su engaño, pero yo feliz le sonrío porque encuentro paz en sus brazos.
Enamorada, lo seguí cuando me tendió su mano. Me mostró su mejor sonrisa, así que nunca dudé en seguirlo por ese camino, aunque sé que se encontraba oscuro. Un bosque hermoso se abrió paso en el camino; parecía sacado de un cuento de hadas o de esos libros de romance que siempre me dejan embobada.
Una cabaña hermosa de lindos colores se veía a lo lejos. Me dijo: “Esta es mi casa.” Me comentó que adentro habría muchas telarañas porque no había limpiado en mucho tiempo, pero no me importó porque se veía demasiado hermosa para ser cierto. Al entrar, estaba todo oscuro y no veía ni mis pies. La puerta se cerró de golpe y salir no pude; no pude volver. Me tomó con rudeza y me tiró con violencia hacia un sótano donde una enorme cadena estaba sostenida en la pared. Miré todo con ojos bien abiertos y muy sorprendida; mi corazón se partió en mil pedazos por tan falsa ilusión.
Él me envolvió en esas cadenas y me dejó sola allí, en la oscuridad. De un momento a otro volvió y veía dolor en su mirada.
Llegó hasta mí y se arrodilló.
—Perdóname. —me dijo. —Soy un monstruo, te hago daño.
Yo, con delicadeza y amor, le contesté suavemente para que las garras de bestia en sus manos no rompieran más mi corazón.
—No pasa nada, está bien, no me haces daño.
Él sonrió y me abrazó. Una sonrisa salió divertida de mis labios, pero él me dejó allí y se marchó; me volvió a dejar sola, encadenada en aquel sótano, esperando que me soltara. Pasaron semanas en las que pensé que me soltaría, pero eso nunca sucedió; otra falsa ilusión de sus palabras.
La puerta se volvió a abrir y la esperanza, casi nula, volvió a surgir, pero venía con una navaja y con una sonrisa malvada y juguetona cortó mis brazos. La sangre brotó como un manantial, pero yo tragué el dolor y le sonreí aprobando esa situación.
Volvió a dejarme sola y en mi soledad lloré todo lo que podía. Descargué el dolor que sentía en mis brazos por estar tantos días retenida; lloré tan fuerte que quizás él escuchó, pero prometo que nunca lo hice con intención, solo que mi dolor era demasiado fuerte y me costaba retenerlo. Pero él volvió, bajó asustado y se desesperó al ver la sangre en mis brazos.
Quería gritarle: ¡Esto lo hiciste tú! ¡Suéltame ya, por favor! Pero mi boca calló y le regalé otra sonrisa.
—No, no, no —exclamó asustado—. Te hago daño, vete, vete —me exigía—. Soy un monstruo —volvió a decir.
Pero mi corazón dulce solo veía su desesperación, quizás su interior.
—No, no me haces daño y no eres un monstruo.
Quería convencerlo; quizás esta vez sí soltaba las cadenas que me retenían en aquel lugar. Pero se marchó nuevamente. Pensé: "quizás vuelve con algo para romper las cadenas". Pero no volvió.
Volví a llorar desesperada, pero esta vez lo retuve lo suficiente para que no escuchara. Para la próxima vez que volviera a hacerlo ya no podía llorar; mis ojos vacíos miraban al suelo y tenía una gran herida en el pecho. Había querido jugar con mi corazón, así que abrió mi pecho para verlo más de cerca; aunque como siempre volvió a pedirme perdón pero no me soltó.
Esta vez mis ojos estaban vacíos, cansados de luchar, cansados de dar sonrisas y aguantar el dolor.
"Pensé que me quería", dije en mi mente. "Pensé que era mi amigo", dije en mi mente.
Pero quizás aquel consejo que me dieron una vez era cierto.
Así siguió hasta que la sangre me cubría el cuerpo y mi mente estaba tan dañada que aún así sentía sus brazos reconfortantes cada vez que venía a disculparse.
Hasta que un día alguien más escuchó mis sollozos y gritos.
—¡Ayúdame! ¡Quiero salir! ¿Qué he hecho? Si mi corazón es dulce e ingenuo; quizás por eso estoy aquí. Si alguien me escucha por favor, sálvame; no quiero estar aquí. Soy inocente, solo me enamoré de un monstruo. ¡Ayúdame!
Otra persona escuchó mis aullidos adoloridos y queriendo ayudar se metió en la guarida del lobo; pero él, muy inteligente, fue donde estaba con una sonrisa, quitó mis cadenas y la ilusión de la libertad me llenó por completo. Cuando salí a aquel bosque que casi mi mente había olvidado vi a la persona que me había ayudado; corrí hacia ella para darle las gracias, pero había una cadena invisible en mi cuello y él la agarró con fuerza arrastrándome en el proceso.
Empecé a llorar desgarradamente al ver que esa persona estaba muerta; mis ojos vieron cómo su cabeza cayó al suelo y la verdad en sus palabras se fue con ella.
—No puedes llamar lo que no puedes controlar —dijo con rencor y rabia.
Esta vez ya no recibiría las disculpas; esta vez no recibiría un abrazo reconfortante sino que sentía todas las espinas clavándose.
Lo quise tanto al decirle que no era un monstruo; lo quise tanto al decirle que no pasaba nada, que no importaba; pero tanto como lo quise sentía miedo en ese momento.
Tenía miedo, sí; lo reconozco: tengo miedo.
A veces la cadena invisible aprieta tanto mi garganta que me quedo sin voz. Entonces, si alguna vez conociste mi voz, sabrás que esas palabras que escuchas no saldrían de mi boca, que ese tono de voz no es el mío, pero no hagas nada, que si aprieta mucho moriré.