Cada domingo las valientes horas nos redimen de nuestras monótonas presencias. La luz y los sonidos del séptimo día son como plegarias suplicando que nuestras desterradas vidas no acaben nunca, sin embargo, el ámbito del reloj constantemente desentierra nuestros complejos y temores. El acelerado y palpitante recorrido que realizamos semana con semana nos deja exhaustos como barcos sin rumbo.
No es necesario ser filósofos para darnos cuenta que estamos postrados ante el invierno de nuestras vidas. Ciertamente las verdades puras y las inhóspitas mentiras que pueblan nuestras vidas nos acometen mientras navegamos en presurosas soledades avasalladas.
Estamos ante las golondrinas, los parques, los besos, las miradas y, ¿quién sabe cuántas cosas más?, que pululan como hierba y que gotean como estrellas moribundas. A veces las plegarias para que este día no acabe supongo que son inscripciones olvidadas en los archipiélagos del polvo de las horas.
Es mejor habitar, rápidamente, los espacios de las deliciosas presencias que, más que pronto, dejaran de ofrecernos su exquisito aroma.