La belleza de la soledad es lúgubre para muchos, pero para otros tantos es un coloquio íntimo con uno mismo. En ese diálogo el silencio nos permite heredar la verdad, que como una hermana, nos obsequia la eternidad que sube como una yedra amorosa por los meandros de nuestra alma. El silencio y la soledad forman una diáfana hermandad que florece como la mejor de las primaveras y para la cual los inviernos de bastantes no están preparados. Si te fascina la soledad, ¡sonríele!, como a una rosa blanca que florece en tierra fértil. Recuerda que en ella puedes apoyar tu fatiga y el cansancio que no se mitiga a pesar de tus esfuerzos. La ternura del silencio hará que crezcan alegrías donde maduraban dolores; por ejemplo, ante la tormenta del desamor el perfecto sol bajo el cual puedes brotar y resplandecer es el de el aislamiento donde la melancolía y la nostalgia morirán incesantemente. Por supuesto, la soledad y el silencio solo están listas para todos aquellos que son capaces de inventar mundos inundados de esperanza porque, de otro modo, lo único que conseguiran será respirar la siniestra faz de la desesperación y la mortaja.