De pronto las montañas y las veredas de nuestras almas florecen con la luz de la mañana reflejando, detrás de cada cara, un incendio de belleza, al compás del universo. Es necesario sumergirnos en los silencios sin nombre para esforzarnos en vislumbrar las agrias luces que se asoman detrás nuestro. Cada día que pasa el caleidoscopio de nuestras vidas se renueva, una y otra vez, corriendo azorado ante la aventura del vivir. Cada silencio tiene sus aristas: ira, desnudez, ternura, recuerdos, injusticia y un millón de vértices. Hemos de procurar borrar de nuestras vidas las infamias que tanto nos persiguen, para llegar al final sin ondulantes ironías y vendavales del olvido. Nunca nos cansemos de procurar pequeñas señales que nos indiquen por qué el abismo de la locura nos inunda con su mirada, mientras nos hundimos en el acantilado del hastío ante la indiferencia de los cielos. Este mundo contiene el llanto de la muerte, multiplicandose como hormigas. Nuestro destino no está escrito y, por tal razón, contemplamos el panorama de los inevitables sucesos, para aniquilar la herida, que sin ternuras y sin medidas, se esfuerza por turbar nuestros pasos para transformarlos en alegrías consumidas. Cuando cada sombra que nos acecha quiera desnudarnos y revestirnos de la muerte, huyamos con premura, entretanto cantamos junto a la eternidad que nos abraza.