''Yo era uno más del montón, ella encantadora. Yo seguía la rutina, ella hacía que cada día fuera único. Yo era un simple humano, y ella una ilusión...''
Sentado al borde de mi cama, me llevo las manos a la cabeza. Últimamente paso horas y horas fantaseando con ella. Sé que no existe, pero cada vez que la visualizo, mis esperanzas aumentan. Suelto un suspiro, me meto bajo las sábanas, y al cerrar los ojos la vuelvo a ver. Su largo y sedoso cabello rubio, esos expresivos ojos verdes, sus hermosas y delicadas facciones... Es simplemente perfecta. Mi mente sigue divagando, y después de unos minutos, me quedo dormido.
A media madrugada, siento cómo una delicada mano se posa suavemente sobre mi sien. Alertado, me levanto de la cama y noto que hay una silueta femenina frente a mí. La densa oscuridad no me permite detallarla con exactitud, así que corro al otro lado de la habitación y enciendo la luz.
—¿Quién eres? —pregunto nervioso.
—¿No me reconoces? —se acerca hasta que quedamos a pocos metros de distancia.
Apenas dice esto, puedo reconocerla. Es Adelaide, la chica de mis fantasías. Hasta hacía unos minutos solo era parte de mi mente, y ahora está aquí, frente a mis ojos.
—Creí... creí que no existías —balbuceo.
—Es cierto, no existía, hasta que tú me hiciste alguien real —esboza una sonrisa—. Ahora estoy en deuda contigo —intercambiamos miradas por varios segundos, y entonces, se desliza hacia mí, y me besa con sus fríos labios.
Parece ser el típico final feliz, pero la realidad es muy distinta. Según pasan los días, Adelaide pierde sus fuerzas, como si estuviera enferma de gravedad. Su cabello empieza a caerse, y aquellos hermosos ojos verdes comienzan a apagarse...
Despierto con algo de flojera, aunque al ver que estoy solo en la habitación, no puedo evitar alarmarme; por lo que me levanto de un salto, y busco a mi chica por todos lados. De repente, escucho cómo se cierra la puerta principal, así que corro hacia la ventana, y observo a Adelaide caminando calle arriba.
Sin perder tiempo, me abrigo y salgo en su búsqueda. Camino tan rápido como puedo, pero me cuesta muchísimo trabajo acercarme, y a medida que avanzamos, el concreto de la ciudad empieza a ser reemplazado por la blancura del bosque invernal. Seguimos andando por un largo rato, y entonces advierto que bajo nuestros pies se encuentra un enorme lago congelado.
—Deja de seguirme —ordena Adelaide, sin detener la marcha.
—¿Qué crees que haces? Vuelve a casa, por favor.
—Debo partir —me dirige una mirada rápida y continúa su camino.
—Iré contigo —doy varias zancadas hacia ella, pero no logro alcanzarla.
—Solo hay una forma de hacerlo...
—¡Lo que sea! Quiero acompañarte —la interrumpo.
—Tú lo pediste —baja la mirada, y antes de que pueda hacer algo, el hielo sobre el que estoy parado se rompe.
Caigo al agua y trato de nadar hacia la superficie; no obstante, la abertura desaparece ante mis ojos, y en ese momento sé que estoy completamente perdido. Rasguño el hielo con ansiedad, pero la falta de oxígeno hace efecto en mí, y poco a poco, las fuerzas abandonan mi cuerpo.
En ese instante, siento cómo Adelaide me toma de la mano, y antes de soltar mi último aliento, sus labios articulan una frase:
—Te espero en la otra vida.