FLORES AMARILLAS
Y si me hablan de recuerdos, tengo pocos… pero quedaron grabados en mi alma.
Uno de los más antiguos, de mi época pueril, fue cuando reposaba sobre tus hombros y veía el piso a metros de distancia; allí supe que tenía un abuelo gigante.
Recuerdo que para concederme un helado, la clave era el ademán de probar uno, acompañado de tu famosa frase: “Antojo, antojo”.
Entre el trajín de la vida adulta, fuiste uno de los pocos que me regaló una canción en mi infancia.
También me protegías cuando llevaba heridas en el cuerpo, o me ahuyentabas el susto repitiendo frases sobre mi cabecita de niña… y sabes, esos eran momentos que me gustaban.
Recuerdo los días en que me infiltraba en tu tienda para hurtar caramelos y galletas de despacho.
O cuando me dabas tu bendita aspirina para todo, incluso para un dolor de uña: eras mi médico empírico.
Gracias a ti supe lo que era tener un abuelito.
Las noches de lonche con leche calientita y miel… estoy segura de que, cada vez que pida una taza así, revocarás en mi memoria.
Solo me queda decirte gracias.
Y aunque no llevemos la misma sangre corriendo por nuestras venas, los momentos que me regalaste quedarán eternos en mi mente.
Gracias, Rosendo… y vuela alto, papito.