Buitre sobre voló la cordillera por sus alrededores antes de volver a su nido. Una simple cueva que adaptó a las afueras de la ciudad. No quería a los plumas cerca por ningún motivo. Solo cuando la luna reemplazó al sol en el firmamento se permitió llegar a casa. Estaba hambriento y cansado pero al menos estaba seguro y oculto de miradas indiscretas. Pasó por sobre el pico de la montaña más al sur y casi pudo tocarlo con las manos, si sus manos no hubieran estado convertidas en alas claro.
Descendió por el otro lado de la montaña casi hasta la mitad y ahí, bajo un saliente de roca estaba la entrada a su cueva. Era apenas un apertura en la piedra, poco más de metro y medio, lo justo para dejar pasar a una persona por vez.
Se paró justo en el saliente y se transformó mientras lo hacía. Era algo que había hecho toda su vida y lo tenía bien dominado; era casi como respirar, no, más bien como caminar.
Bajó del lugar de un salto y entró en la cueva. En el interior la obscuridad era cerrada, así que tuvo que andar a tientas hasta atravesar el pasillo que formaba la entrada. Solo cuando estuvo dentro y tuvo la seguridad de la cueva a su alrededor se dispuso a iluminar el interior.
De un bolsillo en su ropa, cerca del pecho, sacó un cristal de color azul. Lo presionó con una mano y, a medida que el cristal se calentaba, se fue iluminando. En poco tiempo la cueva se llenó del suave color azul del objeto.
Era lo más preciado que tenía a pesar de que no sabía lo que era. Lo encontró en la misma cueva donde ahora vivía. De hecho fue gracias a esa luz azul que pudo encontrar ese lugar. Fue en una de esas tardes en las que, escapando de niños más grandes, decidió alejarse de cielo. Anduvo volando por el lugar hasta que cayó la noche y tuvo que descender para no estrellarse. No sabía que hacer, tampoco a quien recurrir o siquiera tenía algo que comer. Vio la luz que salía por la rendija de la cueva y decidió que un poco de luz le ayudaría por lo menos a no sentirse tan perdido, así que se dirigió al lugar. Desde entonces lo había convertido en su nido y al cristal en su amuleto de la suerte.
Dentro había una cama hecha con hierbas secas que encontraba por los alrededores. En una roca pequeña a un lado de donde dormía tenía, formados muy juntos del más grande al más pequeño, varios libros que había logrado robar de la biblioteca de la ciudad. Todo un logro considerando que el lugar estaba vigilado por guerreros plumas las veinticuatro horas del día. Los libros eran tan valiosos como su amuleto pero de una manera distinta. No tenía mucho que leer así que los había repasado varias veces a cada uno.
No recordaba como o quien le había enseñado pero sin duda esos libros lo ayudaron a mejorar significativamente su habilidad lectora. Todos estaban hechos con fibra de maguey.
Tras inspeccionar el lugar y asegurarse de que no tenía ningún intruso, dejó lo que había conseguido ese día en un rincón excepto por el brazalete de plata, ese se lo quedó en el brazo por seguridad. En seguida se sentó sobre la hierba seca y se dispuso a comer.
Fue apenas unas cuantas moras y algunos frutos secos pero le vasto para calmar el hambre. Luego de eso se durmió y dejó que la luz del cristal se fuera apagando mientras lo hacía.
Al día siguiente se levantó temprano para empezar su rutina diaria. Salió fuera. A unos doscientos metros más al sur del lugar había una cascada que brotaba casi en el borde de la montaña. Formaba una pequeña laguna antes de caer que estaba rodeada por almendros. Ahí se dio un baño rápido, como venía haciendo desde que vivía en la cueva.
En cuanto terminó con el aseo se quedó tendido sobre una roca para secarse y se durmió. Despertó cuando el sol estaba por llegar a medio, así que se dispuso a ir a la ciudad. Se vistió, recolectó algunas almendras de los árboles cercanos y echó a volar.
En cielo la cosa estaba bastante calmada a pesar de lo que había pasado el día anterior. Aún así voló por otros tres kilómetros hacia el norte, casi hasta llegar al centro de la ciudad. Eso no lo hacía muy a menudo debido a la cantidad de gente que transitaba los puentes a todas horas. Era difícil que no vieran a un pájaro enorme bajar y transformarse en humano. Tuvo que descender en la cima de la montaña.
Desde donde estaba podía ver perfectamente el castillo de los Cima. La mole seguía la forma de la montaña por lo que el techo terminaba en una punta que se perdía entre las nubes más bajas. Los muros grises se notaban pulidos y, desde ciertos ángulos, brillantes por el reflejo del sol. Del otro lado la montaña descendía hasta un valle verde que contrastaba con el gris de la roca. Por el norte corría un río serpenteante que salía desde las colinas nevadas hasta un lago más allá del valle.
Entré el azul del agua podía notar las chinampas de ciudad agua y más allá el bosque. Por el sur la cordillera hacía un recodo que no permitía ver el otro lado.
Buitre se transformó y dejó colgando los pies desde un saliente mientras se comía las almendras y admiraba el paisaje. Prefería no ver la ciudad si le era posible, ya la conocía lo suficiente. Al norte y al sur se extendía como una telaraña marrón en el medio de la cordillera. A los celestes les encantaba compararse con aves, pero tenían más pinta de arañas. Siempre aferradas a esas cuerdas, expuestas a que algo las rompa y las deje caer al vacío entre las montañas.
No, los celestes no eran aves. El único que podía incluirse entre esos seres alados era Buitre. El resto solo eran un montón de locos con aires de grandeza.
Sacudió la cabeza para alejarse de ese rumbo de pensamientos, tenía trabajo que hacer. Bajó de la cima por una rajadura en la roca. Los asideros eran apenas suficientes para sujetarse pero no había otra manera de bajar, excepto por volar y eso no era una opción. Ya había agitado los hilos de la telaraña lo suficiente el día anterior, prefería no volver a hacerlo tan pronto. Se descolgó por la pared oeste de la montaña hasta llegar al nivel superior de alto.