Me paso toda la noche y la primera hora del martes pensando en cómo reparar el extraño error que cometí.
¿Cómo pudo Stacy confundir el nombre de la persona que conoció el sábado en el bar?
Y, si no lo confundió, ¿por qué alguien más dijo llamarse Lucas Urriaga?
¿Un homónimo? No lo creo. Es poco probable que haya otra persona con el mismo nombre en el mismo colegio.
Sea cual fuera la razón del malentendido, una cosa es segura…
Voy a tener que disculparme con Lucas.
Porque sí, fue un idiota conmigo. Pero tenía razón en que él no había hecho nada malo hasta el momento en que yo lo ataqué.
Y tengo que admitir que, desde su óptica, sí me comporté como una loca. Gritándole por algo que no hizo y acusándolo de lastimar a mi hermana, a quien él ni siquiera conocía.
Supongo que, al menos, cuando le explique todo, se arreglará el problema entre nosotros. Tal vez incluso tenga la cortesía de devolverme mi celular.
Ocupo toda la hora de deportes formulando una disculpa en mi cabeza, mientras troto rítmicamente alrededor de la cancha grande. Como nadie me habla, tengo la tranquilidad que necesito para pensar. Aun así, me cuesta decidir.
Cuando suena el timbre me dirijo a las duchas y procuro que el agua fría se lleve todas mis dudas.
No va a ser fácil pedir perdón a alguien que se comportó como un tonto conmigo. Seguramente va a burlarse de mí. Pero tengo que hacerlo antes de que esto empeore. Si tengo suerte, una vez que el malentendido esté arreglado, podré empezar a llevarme mejor con el resto del curso y hacer algún que otro amigo.
Eso me motiva a arreglar las cosas con él.
Me demoro más de lo necesario en la ducha, pensando en todo eso. Y, cuando me doy cuenta, ya no se oyen los ruidos de nadie en el vestuario.
Cierro el paso de agua y me dispongo a salir del cubículo cuando siento que alguien se mueve al otro lado.
Flexiono un poco las rodillas, para mirar por el orificio de la cerradura, y me sorprendo al ver pasar la silueta de un varón en las duchas de mujeres.
—¿Allen? —Pregunta una voz—. ¿Estás aquí, pulga?
Es él. Lucas.
—¿Urriaga? ¿Qué haces en los vestidores de chicas? —me envuelvo con la toalla y, sin pensarlo, le doy una segunda vuelta de llave a la puerta del cubículo.
Él oye el sonido del cerrojo al girar y se ríe.
—Tranquila, no pienso entrar ahí y arruinar mi vista de por vida.
Me vuelvo a fijar, a través del agujero, y lo veo deambular por afuera despacio, como si buscara algo.
—¿Qué quieres? —inquiero, incorporándome de nuevo.
Me pregunto si es un buen momento para decirle que necesito hablar con él.
Su presencia ahí me hace desconfiar.
—Sólo… —escucho que abre cada una de las puertas del mueble grande que está apostado contra la pared— ¡Esto! ¡Aquí está!
Se escucha el correr de un largo cierre.
Abrió mi bolso, estoy segura.
—Lucas —susurro—. No hagas eso.
Él se acerca a la puerta tras la que estoy.
—Voy a tener que llevarme esto, Allen — confirma, descarado.
—No, espera —ruego—. Necesito hablar contigo de algo importante.
—Sí, claro —responde con ironía —. Puedes hacerlo una vez que encuentres con qué vestirte y puedas salir de allí.
Mi corazón comienza a palpitar con rapidez cuando lo siento alejarse hacia la puerta de salida.
—¡Urriaga, no puedes hacerme esto! —me quejo en vano.
Sé que es en vano.
—¿Tengo que recordarte que prometí hacerte la vida imposible este año?
—¡Dame un segundo para explicarte! —hago otro fallido intento, abrumada por los nervios.
—No, Allen. Tu locura me costó mi guitarra —su voz suena extremadamente ardida—. Ahora debo conseguir una nueva para poder tocar el sábado o voy a perjudicar a mi grupo —se escucha tan molesto que me deja sin habla—. ¡Y eso sin contar la cantidad de horas de ensayo que me voy a perder a causa del castigo que me pusieron por tu culpa!
Editado: 24.02.2019