Lucas se pone de pie, cargándome en su espalda. Me aferro a sus hombros y por fin puedo acercarme de nuevo a su nuca para embriagarme del delicioso aroma de su perfume.
—¿A dónde vas? —le pregunto dudosa, al verlo moverse hacia la subida de una pendiente.
—Sin el mapa no podemos saber qué dirección tomar —comienza a explicar— Así que voy a subir más, para buscar un claro desde el que se pueda ver el campamento.
—No, Lucas —intento que se detenga de inmediato—. Si vas hacia arriba sólo alargaremos camino y ya queda poco tiempo. Tenemos que ir hacia abajo.
Él se detiene, pero no parece nada convencido.
A decir verdad, lo que propone tiene sentido. Pero ya está bastante agotado y le resultará mucho más pesado si vamos por la pendiente.
—Si descendemos sin un rumbo definido, podríamos perdernos —me advierte con una mirada llena de dudas—. Y ya está empezando a oscurecer.
—Justamente por eso debemos ir hacia abajo —me mantengo firme—. De ese modo llegaremos antes.
Él suelta un suspiro y parece darse por vencido en la discusión.
—Está bien —acepta, a regañadientes y agrega con ironía—. Bajemos por el monte sin saber a dónde vamos, entonces.
Cambia de rumbo, ahora hacia la dirección propuesta por mí. Por supuesto que no estoy segura de lo que sugerí, pero sigo pensando que es lo mejor.
—Una vez que hayamos llegado a la base del monte, será más sencillo ubicar las cabañas —agrego, sólo para reforzar mi teoría.
—Si bajamos del lado correcto, sí —replica, encogiéndose de hombros—. Pero no podemos saberlo.
—No seas pesimista —lo reprocho.
—Sabes que tengo razón, Pulga —persevera — Pero tú siempre quieres ser la que gana.
Esta vez no se trata de ganar o tener la razón, sino de que me siento culpable por hacerlo cargar conmigo.
Y no me atrevo a decírselo porque sé que dirá que no es nada, que no está cansado. Pero lo está, desde que tuvo que escalar ese enorme árbol. Y ahora que tiene que llevarme es aún peor.
Por culpa mía perdimos el mapa.
Por imprudente me lastimé el tobillo.
Sin embargo, él no se queja, no me recrimina ni critica nada.
Levanto una mano y la deslizo entre sus cabellos. Él se estremece, sorprendido por mi caricia. Gira el rostro hacia mí y recién ahí me percato de que actué sin pensar.
—Tenías un bicho —me excuso a prisa.
Aparto un poco mi pecho de su espalda, para que no perciba que los latidos de mi corazón se han acelerado.
Vuelve a ver de nuevo al frente y no responde. Me pregunto en qué estará pensando. Y yo, mientras tanto, me muero por acercarme a su rostro y besar al menos su mejilla, su cuello, algo.
Es una tortura estar aferrada a él y no poder hacer nada más. Me cuesta contenerme.
No puedo evitar concentrarme en cada centímetro de la piel que sobresale del cuello de su remera. Me fijo en cada rasgo, cada minúsculo lunar que la compone. Al cabo de un largo tiempo, me he acostumbrado tanto a su calor, que estoy segura de que voy a necesitarlo cuando me aparte de él.
No quiero llegar al campamento y separarnos.
Estoy tan ensimismada que no es hasta que él vuelve a hablar, que advierto que está oscureciendo casi del todo.
—Brenda… —su voz me saca de mi letargo—. Creo que estamos perdidos.
Miro alrededor con apremio. Las sombras están invadiendo todo. Los sonidos de la noche comienzan a hacerse presentes, llenando el ambiente del incesante canto de los grillos y el murmullo de las hojas que mueve el viento.
—¿Por qué lo dices? —me arrimo a un lado para mirarlo a la cara.
Él consulta su reloj de pulsera, acercándolo a sus ojos para poder percibir bien la hora, en la creciente oscuridad.
—Llevamos casi una hora descendiendo —explica, intentando mantenerse en calma, pero descubro algo de preocupación en su voz—. Ya deberíamos haber llegado al menos a la base del monte.
Su respiración se ha intensificado bastante. Está visiblemente agotado y yo no me había dado cuenta, por estar tan perdida en sus pequeños detalles.
—Bájame —le pido.
Observa alrededor y divisa una gran roca. Se aproxima allí y me deposita en el suelo, al costado de ésta. Se deja caer a mi lado y se recuesta del todo, con la cabeza puesta sobre el pasto.
Estiro la mochila, que colgaba de mi espalda, y busco en ella mi celular.
Lucas tiene razón. Aunque deteste admitirlo, hemos perdido la competencia desde hace rato y lo más probable es que no podamos localizar el campamento por nuestra cuenta. No quería tener que llegar a esto, pero tal vez es hora de intentar llamar a alguien.
Pero ya en la cabaña me había costado obtener señal, así que no me sorprende que ahora en el monte sea inexistente. Niego, frustrada.
—No tengo cobertura —le confirmo—. Intenta con tu celular.
Él se mantiene en silencio, observando el cielo totalmente oscuro ya.
Editado: 24.02.2019