Después del corazón de madera, él y yo seguimos igual de unidos. Nunca faltaban nuestras cartitas escondidas entre cuadernos, los papelitos escritos a mano con frases cursis o tontas, pero llenas de cariño. Siempre había algo de uno para el otro, como si incluso en lo más simple buscáramos la forma de decir “aquí estoy para ti”.
Cuando él llevaba comida, nunca se olvidaba de mí. Siempre traía algo aparte, y un día, entre bromas, me contó que era su mamá quien me mandaba comida también.
—Dice mi jefita que a ti te cuida como si fueras su hija —me dijo sonriendo con esa carita de niño orgulloso—. A ella le caes muy bien.
Escuchar eso me derretía. No es común que a una suegra le caigas bien, y menos desde el principio. A mí eso me hacía sentir especial… como si ya fuera parte de algo más grande que nosotros.
Él era un experto en hacer bocadillos raros, y un día se le ocurrió traerme una “ensaladita” de pepino, como él decía.
—Mañana te traigo algo. Lo vas a probar y te vas a chupar los dedos. —Y con esa sonrisita pícara agregó—: Es a mi estilo, puro sabor mexicano, mi vida.
—¿Ah sí? —le dije con la ceja levantada—. Ver para creer, mi cielo. Ver para creer.
—No me tientes, eh. Yo sí cumplo —me respondió soltando una risita—. Vas a ver que te va a gustar, te lo juro por mi chile.
Ese día lo esperé con más emoción de lo normal. Justo tenía examen de historia y andaba con la cabeza a mil, pero cuando lo vi llegar, todo se me olvidó. Como siempre, se acercó con ese paso relajado que tenía, cargando su mochila medio abierta. Me saludó con un beso en la frente y una sonrisa de esas que me daban calma.
En la cafetería, se fue un momento a comprar algo, y volvió con mi café favorito. Sabía exactamente cómo me gustaba: caliente, con leche, y un chorrito de vainilla.
—Aquí está mi reina para que despierte —me dijo mientras me lo daba.
Después se sentó a mi lado, sacó un tupper de su mochila como si fuera un tesoro y me lo puso enfrente.
—¡Tarán! Te lo prometí.
Cuando lo abrí… casi se me salen los ojos.
Era pepino, sí. Pero no cualquier pepino. Era una tormenta de chile.
Tenía de todo: Tajín, Valentina, chamoy, limón, sal, pimientos… ¡hasta algo que ni sabía que existía! Parecía una bomba picante lista para destruirme.
—¿Esto es lo mínimo? —le dije horrorizada—. ¡Aquí va medio bote de cada cosa!
Él se murió de risa.
—Ay mi vida, si supieras cómo está el mío… tú traes la versión para bebés.
—¡No! Está muy fuerte, me vas a matar.
Me miró todo tierno, y en vez de ayudarme… ¡se burló!
—No aguantas nada. Por eso estás tan bonita, porque no eres brava —me decía mientras se reía con la boca llena.
Tomé un bocado valiente, y fue como morder fuego. Me ardía hasta el alma, y comencé a llorar, literal.
—¡Estás loco! ¡Esto quema! —le dije mientras buscaba aire.
Y él, en vez de compadecerse, solo me miraba divertido, con esas carcajadas suyas que me hacían reír aunque quisiera enojarme.
Entonces le di un manotazo en la cabeza —suave, como regaño de novia— y sin querer le embarré salsa en la nariz. El muy canijo no se quedó atrás, y me embarró también.
Terminamos los dos llenos de chile, con la nariz roja, los dedos pegajosos, y riéndonos como locos. Él me decía frases que ya me había enseñado en su acento mexicano:
—¡Ay chamaca! Si estás llorando con eso, ni te acerques al mío —y se reía más fuerte—. Pero mira, ahí vas, te lo estás acabando toda.
Y sí. Al final, me comí toda la ensalada. No sé si fue por él, o porque me terminó gustando de verdad. Quizás un poco de ambas cosas.
Cuando terminamos de desayunar, me llevó a mi clase como cada mañana. Íbamos caminando juntos, él con su mochila al hombro, yo con mi café ya frío en la mano, pero feliz. Lo volvería a ver hasta la hora del almuerzo… pero ya con esa escena, ese desayuno lleno de chile y amor, mi día estaba más que hecho.
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un amor que duele, amor no correspondio, un amor para recordar
Editado: 12.06.2025