Por culpa mía

Nuestra forma de amarnos

Al sonar la campana para el almuerzo, yo ya tenía mi lugar fijo: unas escaleras que daban a un pasillo con ventanas. Me gustaba esperar ahí porque desde ese punto podía ver todo, y siendo sincera... pues sí, era un poquito huevona. Su clase quedaba bien lejos y yo no pensaba caminar hasta allá. Pero él siempre venía por mí. Sin falta. Era de esas rutinas que no se planean pero que se vuelven especiales.

Me quedaba ahí, mirando por la ventana, entretenida con el cielo o con los pensamientos, cuando de repente…

—¡BOOM! —me pegaba un susto por la espalda, haciendo que diera un salto— ¡Boo! ¿Cómo está esa niña hermosa, chula, preciosa, divina, guapa, única, buenota?

Lo miraba con cara de “no me hables”, cruzándome de brazos, fingiendo estar enojada. Él se reía, sabiendo que me molestaba ese jueguito de asustarme.

—No te me hagas, ¿eh? Con eso no me vas a arreglar —le decía, tratando de aguantarme la risa.

Y él, como niño queriendo que lo perdonen, se acercaba, me agarraba la mano, me hacía caritas, me decía tonterías tiernas. A veces se ponía dramático y decía:

—Ya no me quiere mi muñequita... me rompiste el corazoncito, vas a tener que remendarlo con besos.

Yo fingía seguir molesta, pero siempre me acababa riendo. Aunque por una razón u otra, los dos terminábamos enojados de mentiritas. Era algo que solo nosotros entendíamos.
Nuestra manera de pelearnos era bromeando. Y al rato ya estábamos abrazados otra vez.

Nos íbamos juntos a la cafetería. Siempre nos sentábamos en las mesas del fondo, donde también llegaba mi amiga y los amigos de él. Éramos un grupo grande, pero medio loco. Y como casi todos sus amigos eran mexicanos, pues imagínate el desmadre.
Había de todo: gritos, albures, bromas, retos. Se reían hasta por cómo alguien agarraba la cuchara.

Yo me sentía en confianza, pero también notaba que sus amigos me miraban raro. Ya sabes… “esos ojos de hombre” que analizan todo. Y claro, él no se quedaba callado:

—¿Qué me le ven? ¿Qué? ¿Ya sé que está hermosa, pero ni se les ocurra, animales. Ya no está disponible.

Y sus amigos, muertos de risa, le respondían:

—Uuuuyyy ya te tienen del cuello, hermano. Pobre de ti.

—¿Ah sí? —decía él, dándoles mirada de advertencia— ¿Quieren ver a quién le va mal aquí?

Y entonces yo intervenía, con esa voz firme que solo usaba para él:

—¿Te sientas... o te siento? Ya sabes cómo te va después. Piénsalo bien.

—Pero si son ellos los que están fregando —decía él, señalando a todos con los ojos.

—¿Y a mí qué? Tú no eres como ellos, ¿verdad? Porque ellos muy machitos entre ustedes, pero ni un “te quiero” tienen pa’ presumir.

—¡Jajajaja! ¡Oyeron! ¡Por buscones, viejas!

—Y tú te callas… y come.

—Está bueno pues… a comer voy —decía, bajando la cabeza como si lo hubieran regañado con todo el amor del mundo.

Y se sentaba, calladito. No decía ni pío. Lo traía bien domado. Mi amiga se reía, y sus amigos más.
Pero él, aunque fingiera estar vencido, me miraba con esos ojos llenos de cariño. Porque al final, eso era parte del juego.
Yo lo molestaba, él se dejaba.
Él me retaba, yo me hacía la enojada.
Y entre esas bromas, se nos iba el día.

Yo amaba a ese jetón. Con su risa, sus tonterías, sus frases inventadas y su forma de protegerme hasta con palabras.
Y sí… por su culpa terminé hablando como mexicana, diciendo “regio”, “wey”, “pinche”, “te voy a madrear”…
Por su culpa, terminé siendo igual de burlona. Igual de intensa. Igual de feliz.

Y aunque ese almuerzo fue uno de tantos, se quedó guardado en mí, porque fue uno de esos días que, sin ser extraordinario, fue perfecto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.