Por culpa mía

Nuestro momento

Ese día, decidimos que no queríamos lo de siempre. Nada de cafetería, ruido o miradas. Él sugirió la biblioteca. Antes de llegar, se detuvo frente a una tiendita y me preguntó:

—¿Cuál helado te gusta?

Lo miré con calma, sin necesidad de ocultar la decepción.

—¿En serio me estás preguntando eso? Ya te lo conté. Pero si no lo recuerdas, entonces escoge tú… tú sabrás.

Me miró con una sonrisa cómplice, fingiendo olvido.

—Ehhh, ¿y cuál era? —dijo como jugando.

No respondí directamente.

—No soy un catálogo para repetirte todo lo que ya te conté. Si te importa, lo recuerdas. Si no, saca cualquiera. Al final, el detalle no es lo que me das… sino si de verdad me escuchas.

—¿Era chocolate, verdad? ¿O fresa?

—Tú sabrás.

Sacó una paleta de chocolate y me la entregó como si fuera un trofeo.

—Mira, aquí está su sabor favorito. Obviamente no se me olvidó… pero tú tan dramática.

Sonreí, sin darle el gusto de una risa completa.

—Ves… si sabías. A veces dudo más de tus ganas de provocarme que de tu memoria.

Nos fuimos directo a la biblioteca. Se suponía que había que registrar el nombre y el ID para entrar, pero esa vez decidimos pasar sin anunciar nada. Fuimos hasta el rincón más escondido. Estábamos cómodos, tranquilos, compartiendo el helado, hasta que llegó la bibliotecaria.

—Aquí no se puede comer, y por lo que veo, ni siquiera se registraron para entrar.

—No —respondimos casi al mismo tiempo.

Nos sacó por la puerta trasera.

Salí molesta. No por lo que hicimos, sino por cómo se sintió que nos interrumpieran algo tan simple.

—Qué señora más amargada —dije. No grité, pero lo dije firme, sin esconder el fastidio.

Él se rió.

—Uyyy, qué malcriada. Y con esa cara de que no rompe ni un plato.

—Romper platos no me interesa… pero sí cuidar mis momentos. Y me los acaban de romper.

Nos sentamos un momento en unas escaleras. Luego recordé que mi maestra de español estaba cerca. Le pedimos permiso para quedarnos en su salón. Accedió, pero con una condición: ayudarla a mover unas sillas.

Aceptamos.

Cuando terminamos, nos sentamos en el suelo. Puse Coraline, mi película favorita. Pero la verdad, no le presté mucha atención. Estaba recostada en su pecho, y de pronto, comencé a escuchar los latidos de su corazón. Eran tan fuertes, tan constantes, que parecía que algo dentro de él quería hablar.

Lo miré. Su rostro estaba rojo.

—¿Estás bien?

—¿No escuchas lo fuerte que se oye? En mi vida me había sentido así con alguien. Es la primera vez… y no sé qué hacer. Perdóname.

No tenía por qué disculparse. Me sonrojé, sí. Pero me sentí tranquila. Como si el mundo no pudiera entrar ahí. Como si ese espacio fuese un refugio que solo nosotros entendíamos.

Me habló de su familia, de sus dolores, de cosas que no cualquiera se atrevería a contar. Y mientras hablaba, vi que había mucho de mí en él. Dolores parecidos. Heridas similares. Fue en ese momento que entendí que no era casualidad que estuviéramos ahí.

Pensé, ¿será que de verdad esto que siento es el inicio de algo real?

Pero los momentos perfectos siempre tienen a alguien dispuesto a arruinarlos.

Un amigo de mi amiga nos vio. Nos miró mal. Como si vernos tan cerca fuera algo malo. Como si sentir bonito fuera motivo de juicio.

Y lo fue.

Horas después, mi amiga se me acercó con ese tono pasivo agresivo que usan cuando quieren opinar sin asumirlo.

—Oye… me dijeron que los vieron muy abrazados en la clase de español. Que estaban solos.

Le respondí sin perder la calma, pero con la claridad de alguien que ya no está para juegos.

—¿Y eso qué significa exactamente? ¿Me vas a explicar cómo debo vivir mis momentos? ¿O solo vas a repetir lo que escuchaste sin saber nada?

—Pues… no sé. Solo digo que no deberías enamorarte de él. No sabes cómo es con las mujeres. ¿Y si se está aprovechando de ti?

Ahí me levanté, no en tono de pelea, sino en defensa de lo que soy y lo que vivo.

—¿Sabes qué es lo triste? Que juzgas desde lejos lo que no viviste. Que crees saber cómo soy, pero me pones en el mismo saco de tus inseguridades. No me subestimes. Yo sé en quién confiar y cuándo retirarme. No estoy aquí para dejarme enredar por cualquiera, y mucho menos para recibir consejos mal disfrazados de preocupación.

—Ay, no te alteres. Solo decía…

—No estoy alterada. Estoy clara. Y también te pido algo: deja de hablar como si yo fuera parte de tus cuentos. No soy como esas amigas tuyas que se conforman con migajas. Y tampoco soy el personaje débil que tú imaginas. Así que antes de repetir chismes, infórmales a tus amigos que la próxima vez que hablen de mí, al menos tengan el valor de hacerlo con base en hechos… y no en suposiciones baratas.

La conversación terminó ahí. No porque no tuvieran más qué decir, sino porque ya no podían responderme.

Y sí, hablaban de nosotros. Decían cosas, inventaban otras, sacaban conclusiones.

Pero lo que nadie sabía… era que ellos no estaban ahí.

No vieron su cara roja. No escucharon su corazón latiendo como loco. No sintieron cómo, por unos minutos, el mundo desapareció.

Ese momento fue nuestro. Y no necesito que nadie más lo entienda.




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