Por culpa mía

Seguimos en pie

Después llegaron las vacaciones… y pasaron tan rápido como un tren bala. Fue extraño cómo los días se deslizaban entre nuestras manos, pero aún así, él y yo seguíamos en contacto. No podíamos vernos, y no porque no quisiéramos, sino porque las reglas en su casa eran estrictas, como si el cariño que nos teníamos tuviera que mantenerse a distancia. Sus padres sabían de mí… sabían que no era una más, y a pesar de las limitaciones, nos mantuvimos firmes. Uno al otro. Inquebrantables.

Las clases regresaron como un balde de agua fría. Dos meses de vacaciones se desvanecieron, y de pronto estábamos otra vez en esa rutina agotadora donde se espera que uno sea alguien “en la vida”. Y aunque eso suene noble, nadie te dice lo difícil que es sostenerse firme cuando todo alrededor exige tanto. Aún así, él y yo… seguimos en pie.

Su familia me tenía un cariño especial. Y no es algo que uno se gane de un día a otro. Su madre me respetaba, su padre hablaba bien de mí, y sus hermanas… bueno, me hacían bromas que no siempre eran cómodas, pero me aceptaban. Decían que él me iba a engañar, que todos los hombres son iguales. Yo me reía. Porque a veces es mejor sonreír que perder tiempo explicando que no todos los sentimientos se escriben con la misma tinta.

Toda su familia sabía de mí. Incluso los que vivían en México. Y eso, aunque parezca pequeño, para mí era enorme. Era como si, sin pedírselo, él me hubiera dado un lugar en su mundo.

Nos llamábamos con frecuencia. Aunque él estuviera estudiando o yo tuviera mil cosas en la cabeza, siempre nos dábamos un tiempo. Y es que a veces una voz basta para calmar un día difícil. Me contaba cómo iba en la escuela, aunque para ser sincera… no iba muy bien. No por falta de inteligencia, sino por falta de ganas. Era listo, pero huevón, como dirían sus hermanas. Le costaba moverse, hacer tareas, entregarse. Y ahí estaba yo, un poco como compañera, un poco como guía, un poco como quien le recuerda lo que vale cuando hasta su propia mente lo olvida.

Su mamá lo regañaba, le quitaba cosas, y yo lo empujaba con palabras más suaves, pero igual de firmes. Porque cuando uno quiere a alguien, también quiere verlo crecer.

Pasábamos horas al teléfono. Riendo, peleando, ayudándonos. Jugábamos juegos juntos para pasar el tiempo, para sentirnos cerca. No todo era perfecto. A veces discutíamos. Como esa vez en que me contó que una amiga, o más bien una ex amiga, le había hablado para decirle que siempre lo había querido. Y él, en lugar de ignorarla, le respondió. No de una forma mala, pero… ¿por qué responder? A veces el silencio habla más claro que las palabras. Sabíamos que esas intenciones no eran puras, pero yo no le decía mucho. Era su decisión. Su problema. Aunque por dentro… claro que me enojaba. Solo que aprendí a no explotar. Aprendí a observar y ver hasta dónde se medía su lealtad.

Aún con todo eso, cada noche terminaba igual: con llamadas largas, con voces cansadas pero presentes, con una risa compartida que hacía que todo valiera la pena. Porque a veces no se trata de la perfección. Se trata de seguir en pie.

Y él y yo, a pesar de todo… lo estábamos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.