Finalmente, un día, exploté. No podía seguir guardándome todo. Los mensajes entre nosotros ya no eran los mismos; cada conversación terminaba, de una u otra forma, en ella. Y ese día, no me contuve.
Yo: “Ya basta, deja de hablar de ella. Parece que la quieres más que a mí.”
No tardó mucho en responder, como si ya tuviera las palabras listas.
Él: “Deja de decir eso. Yo te quiero a ti. Ella solo es mi amiga y nada más. No te compares con ella… además, qué exagerada eres. Deja de ser tan tóxica también.”
Me quedé mirando la pantalla, sintiendo cómo me ardían los ojos. Respiré hondo y escribí, con los dedos temblando:
Yo: “¿En serio estás diciendo eso? Todo el tiempo hablas de ella y te expresas de una manera que yo jamás usaría con un amigo. Porque para mí… solo estás tú. No necesito hablarte de otro amigo para llenar la conversación.”
Hubo un silencio en la pantalla. Esos segundos se sintieron eternos, como si él estuviera decidiendo qué tan poco o qué tan mucho valía mi sentir.
Finalmente, llegó su respuesta:
Él: “Está bien, lo siento. Ya no voy a hablar de ella para que no te enojes. Te hablo después, voy a salir un rato.”
Eso fue todo. Sin un “te amo”, sin intentar calmarme realmente. Solo un cierre seco… y luego nada. El chat quedó en silencio hasta que, por la noche, apareció un último mensaje:
Él: “Feliz noche.”
Nada más. Ni un “cómo estás”, ni un intento de arreglar las cosas. Solo dos palabras que sonaban más a rutina que a cariño.
Al día siguiente, no hubo un “buenos días” de su parte. Yo, intentando no pensar lo peor, le envié uno. Pasaron minutos… horas… y nunca llegó una respuesta. En clase, trataba de concentrarme, pero mi cabeza solo repetía la misma pregunta: ¿Será que en este momento está hablando con ella?
Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue mirar el teléfono. Había un mensaje suyo, breve, sin emoción:
Él: “Perdóname, pero tuve examen y no te respondí. Perdón.”
Ese “perdón” sonaba vacío, como si solo lo hubiera escrito para cumplir, no porque realmente lo sintiera. Las lágrimas comenzaron a salir sin que pudiera detenerlas. Me tumbé en la cama, tiré el teléfono a un lado y lloré hasta que el cansancio me venció. No recuerdo en qué momento me quedé dormida.
El sonido de una notificación me despertó. Tomé el teléfono, todavía con los ojos hinchados, y vi un mensaje de un número desconocido. Lo abrí con curiosidad, sin imaginar que cambiaría todo.
Número desconocido: “Hola… mira, voy a la misma escuela que tu novio y conseguí tu número por unos amigos. Solo te quería decir que tu novio pasa todo el tiempo con ella. Hoy en el lunch los vi abrazados, mira…”
Debajo, una imagen adjunta. Mis manos comenzaron a temblar incluso antes de abrirla. Cuando finalmente lo hice, el golpe fue directo al pecho: ahí estaba él, con esa tal Ana, abrazados. No como un gesto casual, sino como si fueran algo más… como si no existiera yo.
El aire se me fue de golpe. Sentí que el corazón me pesaba demasiado y la garganta se cerraba. Las lágrimas comenzaron a nublar mi vista antes de que pudiera reaccionar. El teléfono resbaló de mis manos y cayó al suelo, pero yo seguía viendo esa imagen en mi mente, fija, como una herida que no deja de sangrar.
Me quedé inmóvil, con las manos frías y el cuerpo tenso. No podía decidir si quería escribirle para reclamarle o si prefería no saber más. Solo podía escuchar el sonido de mi propia respiración entrecortada y el eco de una pregunta que no me dejaba en paz: ¿Cuánto tiempo me habrá estado mintiendo?
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un amor que duele, amor no correspondio, un amor para recordar
Editado: 13.08.2025